Llevar una corona es signo de mando, triunfo, victoria, reconocimiento a las inmensas cualidades e influencias; como consecuencia se tributa a quien la lleva honores, aclamaciones y admiración.
En la Europa Medieval los reyes competían por el dominio de inmensos territorios y sus decisiones eran acatadas o atacadas según existiera ánimo conciliador o no; pronto el Papado fue reconocido como fuente de unidad e influencia sobre los pueblos y se creó "la tiara" como signo del inmenso poder del Papa sobre la humanidad.
Era la tiara un tocado con tres coronas que con buen peso y costosos adornos lucieron los Papas que parecían más reyes que pastores, que lucieron la corona más que el báculo pastoral; se tornaron guerreros, combatientes e impositivos: las tres coronas significaban los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; era el supremo mando sobre el mundo.
Pero el 13 de noviembre de 1913 el papa Pablo VI en pleno Concilio Vaticano II y a seis meses de ser elegido papa sorprendió al mundo con un gesto que fue mensaje sanador y acercó el Papado a su papel fundamental de ser Pastor y no rey.
En una celebración tomó la tiara espléndida y la entregó a unos representantes de movimientos sociales eclesiales y dictaminó: que sea vendida y el precio entregado a la causa de la erradicación de la pobreza en el mundo y además que nunca más sea usada como signo en la Iglesia en la cabeza del papa.
Regalo inmenso, paso liberador, acto que esclarece el significado del Papado como servicio humilde y universal no desde el poder humano sino desde el corazón sencillo del Redentor.
Un viraje de inmensos horizontes, una aclaración que los siglos esperaron una inmersión de la Iglesia y del Papado en la presencia sencilla, dialogante, evangelizadora, "con olor a evangelio y a oveja" como anota hoy el papa Francisco. Adiós a la tiara, bienvenida a la claridad.
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