En pasadas épocas cuando algo se dañaba, se estropeaba, perdía la lucidez primera, el papá de casa (pues lo había) acudía para arreglar con su martillo o tenaza lo que caía en mal estado y la mamá (que casi siempre estaba presente con sus hijos) ponía el remiendo a la camisa, el saco, el pantalón o la media que quedaban como nuevos.
Era el lindo trabajo familiar que era comunitario porque hasta los hijos eran encargados del patio, la huerta, las escalas, el perro, el gato y las gallinas; todo se hacía entre risas y canto, miradas de amor y contento.
Nos sentimos ricos ahora y ya no remendamos, no arreglamos nada: a la basura todo lo estropeado, al desprecio lo que no luce nuevo, a comprar lo de última moda por costoso que sea; a lucir como lo modélico que presentan los medios de comunicación, a estar “in” nunca “out” porque qué “oso”.
Así y todo nos llegó una pandemia, un virus que se introduce desde un palacio hasta un tugurio, al cuerpo de un niño como de un anciano, al más aseado y de baño diario en tina como hasta al habitante de la calle que anda mal comido y mal cobijado.
Este virus nos igualó, está haciendo estragos por doquier, ni los países más avanzados en técnica, recursos y científicos se han escapado de su ataque e invasión. Hemos pasado de gritar “todo lo podemos” a “estamos huyendo de miedo de algo que ni vemos ni hemos invitado”.
Es hora de actuar en comunidad: como en la casa de ayer todos tenemos un sitio, una responsabilidad; debemos cuidarnos del contagio y de contagiar, debemos cambiar costumbres irresponsables por actitudes de ayuda, presencia sana y sanadora.
Me llama la atención de Jesús de Nazaret cuando llama a sus colaboradores que escoge a unos “que estaban remendando las redes pues eran pescadores” (Marcos 1,19). Le gustan “remendones”, es decir que arreglan, revisan, cambian, mejoran, en vez de destruir, insultar, lamentarse y dar la espalda o acomodarse con lo propio sin tener en cuenta a los demás y los pasos para mejorar la existencia.