El suicidio es de esos temas que todo mundo sabe que está ahí, pero que evita de manera silenciosa y connivente, por respeto a la víctima, como dicen los periodistas. No obstante ser un fenómeno social y moral que amerita refinados estudios filosóficos, sociológicos, sicológicos y siquiátricos, no deja de tener una fuerte influencia religiosa, por aquello de que Dios es el dueño de la vida, incluyendo la de los más miserables. Recordemos que en los cementerios católicos se enterraban a los desafiantes de Dios en tierras no santas llamados “muladares” y quienes adicionalmente recibían como castigo, la imposibilidad de acceder a los beneficios de la vida eterna. Los cementerios laicos o civiles vinieron a ofrecer un espacio terrenal para el destino final y digno del suicida.
Manizales, el mejor vividero de Colombia, según el informe de la Red de ciudades Cómo Vamos de 2019, presentó la tasa de suicidios más alta del país (9,7) por cada 100 mil habitantes. No deja de ser una contradicción que el mejor vividero sea el mayor “suicidadero” del país, como en su momento lo era el puente sobre la quebrada Olivares y su famoso bar “La Última Copa”, de los años 50. El famoso salto del Tequendama, el viaducto César Gaviria en Pereira, o más recientemente el puente sobre el río Combeima que comunica a Ibagué con Armenia, hacen parte de la historia de los lugares predilectos para el último aliento.
El ranking suicida me llevó a desempolvar el desbaratado y clásico texto “El suicidio” del sociólogo francés Emilio Durkheim (1928), donde expone los propósitos del suicida y las motivaciones familiares, sociales y económicas que lo rodean: el pobre se suicida por lo que materialmente no tiene y el rico porque pierde lo único que le daba sentido a su vida: el dinero. A Durkheim se le recuerda, especialmente, por su clasificación de los tipos de suicidios sociales: el que se rebela contra la sociedad (egoísta), el que actúa en favor de ella (altruista) y el que carece de reglas y principios sociales (anómico).
Me pregunto si la preocupación en Manizales es por la alta tasa de suicidios o por las personas que optan por dicho acto, pues no me queda claro qué es lo que realmente perturba del fenómeno social y moral. Entiendo la lógica de los indicadores, como instrumentos de planificación, pero considero que se sigue fallando en encontrar las causas, que siguen siendo ocultas o desconocidas, sobre los motivos que han llevado a nuestros suicidas a tomar la decisión de no dejar sus vidas en manos de terceros, de Dios o de la propia naturaleza.
Las abundantes campañas relacionadas con “pida ayuda” han sido ineficaces, entre otras porque son la representación de la ley del menor esfuerzo y el reflejo de una ausencia de política pública al respecto. Si bien existen abordajes sectoriales, lo más cercano son los datos y caracterizaciones de los boletines sobre suicidios de medicina legal (2017), donde reconocen expresamente la ausencia de estudios sobre la materia. Es hora de meterle racionalidad al asunto y las universidades de la ciudad tienen la palabra para que nos develen, con el rigor científico que las caracteriza, sus estudios sobre los suicidios en Manizales, pero acompasadas con el fenómeno de la eutanasia, sutil forma de alcanzar idénticos propósitos. No solo el sistema de salud, sino también el educativo, deben abordar la histórica preocupación por el sentido del derecho a la vida y del derecho a morir dignamente, pues suicidios siempre habrá, el problema es que en Manizales necesitamos saber por qué ocurren de manera específica.
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