Debo confesarles: nunca había sido tan difícil escribir una columna sobre el día internacional del Medio Ambiente celebrado ayer. Realmente quiero ser positiva y llena de esperanza. No quisiera hablarles de la extinción de especies, pues los científicos afirman: que ésta es la era de la sexta extinción masiva en el planeta y la única NO causada por fenómenos naturales. Tampoco quisiera darles cifras de las tasas de deforestación de la Amazonia colombiana (aproximadamente 200.000 hectáreas en el 2018). Qué más se puede decir del cambio climático, cuando Trump no quiere escuchar ni creer, o la impresión que me produjo el ver la semana pasada en el periódico una fotografía de una mancha roja en el mar y saber que era la sangre de las ballenas. “La era de Mobi Dick” ha vuelto a comenzar.
Entonces, salgo a la calle a respirar aire puro y a despejar mi mente y quedo envuelta en una nube negra de diésel por el exosto de una buseta que me deja ahogada y mareada. Decido entonces buscar un punto estratégico para ver los nevados, ellos siempre han sido uno de mis grandes amores desde que vivo en esta ciudad, los he fotografiado por años y solo logro ver el Santa Isabel: frágil, casi imperceptible. Ya pronto será un arenal.
Y entonces una nube gris cubre mi cabeza y empieza a llover, no solo sobre mí, sino sobre mi alma y decido refugiarme en un café y me tomo un delicioso capuchino que me devuelve el calor y el ánimo. Me siento renovada para caminar las calles de mi ciudad y encontrar inspiración.
Camino lento sobre los charcos y el verde de las aceras que me recuerdan este clima loco y extremo en el que ahora tenemos que vivir. De pronto me quedo viendo una mamá empujando un carrito con su bebé y no me alcanzo a imaginar el mundo que le tocará vivir como adulto a ese chiquito. No conocerá los picos nevados de los Andes y nunca verá volar un cóndor, tal vez estas nuevas generaciones inventarán la forma de volver a la vida los muertos y podrán ver un dodo caminando por la calle… no lo sé.
Entonces decido no pensar, no quiero ser más negativa, mejor voy al mercado y compro lo que falta para el almuerzo. No logro encontrar una lechuga orgánica y terminará en mi mesa un vegetal lleno de insecticidas que me enfermarán a mí y a mi tierra. Al pagar me preguntan: ¿bolsa? y yo saco mi bolsita de la cartera y siento que estoy haciendo mi parte por el planeta, aunque siguen llegando nueve millones de toneladas de plástico al año a los océanos. ¡La cosa es muchísimo más grave! según la National Geographic -que he comprado con la lechuga- los micro plásticos, pedacitos diminutos de basura humana en el mar, se han convertido en el alimento de los peces recién nacidos que creen que es plancton, es decir pronto no habrá peces, desaparecerán los arrecifes, las islas serán de plásticos y Venecia y Buenaventura se hundirán por el deshielo de los polos. Creo que debo parar de pensar en escenarios futuros que pronto serán nuestro presente. Solo espero que después de leer este artículo estén lo suficientemente conscientes, para decir: ¡No hay tiempo de espera! ¡Hay que actuar ya! Todos debemos tomar conciencia del impacto de cada uno de nuestros actos como seres planetarios. Lo estamos haciendo mal y por este camino los extintos seremos nosotros.
Los dejo con un aparte de la carta que el jefe indígena de Seattle le escribió, en 1854, al presidente de los Estados Unidos. Franklin Pearce:
“Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos: que todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo lo que le ocurre a la tierra, también les ocurrirá a los hijos de la tierra…”.
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