A riesgo de aparecer reiterativa esta columna con el tema de las falencias del sistema democrático, del que en Colombia nos sentimos orgullosos por ser una de las naciones que lo conserva, es necesario insistir en los riesgos que lo amenazan. Alrededor de la idea de “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como definió la democracia uno de los líderes mundiales más representativos del humanismo liberal, el presidente Abraham Lincoln de los Estados Unidos (1861-1865), merodean depredadores “ideológicos”, cuyas intenciones electorales y apetencias de poder distan mucho de servir a la sociedad. Lo suyo es llenarse las faltriqueras de riquezas manchadas de indignidad y apoltronarse en el poder para satisfacer sus egos enfermizos. Para lograrlo, los líderes que se identifican con matices de izquierda o de derecha, vacíos de contenidos filantrópicos, acuden a argucias que arropan bajo el manto piadoso de la democracia. En esto, más que la habilidad de los políticos para acceder al poder, y el estilo de gobernar de los elegidos, se impone la estrategia de los dirigentes para manipular las inteligencias de hombres y mujeres anónimos, que suelen ser más sensatos, más pragmáticos, que los intelectuales a la hora de decidir sobre asuntos sociales, económicos y políticos, pero se desvían en el momento de elegir gobernantes o representantes parlamentarios, influidos por intereses mezquinos o perversos; o, peor todavía, subastados sus votos en los mercados de los comicios amañados. En ese relajo “democrático” se pierden de vista valores supremos para cualquier sociedad de nobles contenidos, como la justicia y la paz.
Con el bien inspirado propósito de darles participación en las decisiones públicas a todos los estamentos de la sociedad, y a las distintas regiones que integran las naciones, se eligen cuerpos legislativos cuyos integrantes están rodeados de toda clase de privilegios, que ellos mismos determinan, y se les confieren poderes constitucionales intocables, que se imponen sobre las autoridades ejecutivas (municipales, departamentales y nacionales), y condicionan la justicia. Y los miembros de esos cuerpos colegiados (concejos, asambleas y Congreso Nacional), cuando pierden su representación por cualquier motivo, incluidas condenas por delitos de variada índole, reciben sus emolumentos bajo la figura de “derechos adquiridos”; y conservan el poder a través de subalternos, amigos o familiares, transfiriéndoles los votos que se manejan en feudos electorales considerados patrimonios políticos personales. El caso más delicado, vistas las cosas con óptica de moral pública y patriótica, es la justicia, cuya reforma urgente sistemáticamente fracasa en el Congreso Nacional; y algunos “líderes” se esfuerzan por destruirla cuando les pisa los talones.
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