La tributación es la columna vertebral de un Estado moderno y en Colombia, tributación y Estado, han sido siempre endebles. Por eso, al gobierno le sale más barato bombardear la periferia que transformarla. Prefiere matar que cuidar. Claro, lo primero es mucho más fácil porque lo segundo requiere movilizar recursos, pisar callos. Es más cómodo debilitar aún más al Estado haciendo favores a los poderosos que robustecerlo para proveer seguridad y oportunidades a quienes no pueden comprarlas. No por falta de esfuerzo y trabajo duro sino por el abandono o la agresión de un Estado ajeno. Doce reformas tributarias en veinte años no es algo propio de un país serio. Es la demostración de que los gobiernos en Colombia no solo hacen clientelismo por el lado del gasto sino también por el lado del ingreso. Cada reforma le hace el favorcito a alguien. Por ese camino hemos llegado a un estatuto tributario repleto de exenciones y beneficios que cuestan casi 90 billones de pesos al año. Eliminando muchas de esas exenciones adjudicadas en función de la influencia política de sus beneficiarios, habría recursos para pensar en un esquema similar al de una renta básica. En cambio, lo que tenemos son cicateras ayudas gubernamentales a las que ahora el presidente les puso el rótulo rimbombante de “agenda de transformación social sostenible”.
El gobierno Duque anuncia ahora la que sería la segunda reforma tributaria de esta administración. En la de 2018 redujo el impuesto de renta e introdujo descuentos del IVA por adquisición de bienes de capital. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico OCDE, en 2018 la recaudación tributaria en Colombia correspondió al 19,4% del PIB, una cifra inferior a la del promedio de América Latina y el Caribe (23,1%). Por supuesto, también por debajo de la de los países de la OCDE (34,3%). No obstante, la decisión de Duque y Carrasquilla fue reducirla aún más. ¿Creyeron acaso que, a menor tarifa, mayor inversión y, por tanto, mayor recaudo? ¡Pues no! En 2020 el recaudo cayó casi 11 billones de pesos.
Duque y su ministro Carrasquilla son fieles a la tradición de los gobiernos colombianos de usar la tributación para hacer regalos, en lugar de garantizar la financiación de bienes públicos y promover el bienestar social. Si un gobierno no cobra los impuestos a quienes los pueden pagar, sino que se los rebaja, entonces debe endeudarse. Así las cosas, les cobra los impuestos a los que menos pueden oponerse a ellos. Y esos recursos no los usa para mejorar la calidad de los servicios que presta el Estado sino para pagarle a los acreedores. Por cuenta del apego a esa tradición de hacer regalos, la deuda pública colombiana equivale hoy al 65,5% del PIB y el pago de intereses y amortizaciones se lleva casi la cuarta parte del presupuesto nacional. La verdad es que el esfuerzo fiscal para hacer frente a la crisis del covid-19 ha sido muy inferior al de países como Chile, Perú, Brasil y Argentina. Si lo que se regala es difícil quitarlo, es de suponer entonces que esa “agenda social de transformación” no la pagarán los más ricos. La pandemia ha demostrado que se necesitan Estados capaces de cuidar a sus ciudadanos. En Colombia, un Estado débil es incapaz de proteger, precisamente, a los más vulnerables. La debilidad del Estado colombiano no hay que buscarla en la periferia sino en los centros del poder: ahí es donde se arrodilla.
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