La discusión del salario mínimo es el ambiente perfecto para el populismo. Especialmente en época electoral es aprovechado por el Gobierno, políticos y ciudadanos afines para recolectar votos y favores, tomando la fuerza de la desinformación y el desconocimiento económico y el uso del fanatismo para engañar sobre la realidad del funcionamiento del sistema.
Entre las razones para argumentar un aumento desproporcionado del salario mínimo se encuentra: la desigualdad económica, la explotación del trabajador, la búsqueda de salarios dignos y la actitud depredadora de los empresarios-capitalistas. Cuando se unen, crean la narrativa de que el trabajador es el único que crea riqueza y valor, el empresario roba gran parte de esa riqueza para ser acumulada, generando desigualdad, y abusa pagando salarios asociados a la esclavitud. Lo anterior aprovecha la indignación social y se vuelve terreno fértil para distorsionar las discusiones.
Si creemos en este sofisma, entonces propongo que el salario mínimo para el 2025 en Colombia sea de 5 millones de pesos para resolver la pobreza definitivamente. Ahora bien, desde el sentido común, ¿funcionaría?
La realidad es que Colombia es un país donde existen más de 13 millones de personas ocupadas en condición de informalidad laboral, y solamente para octubre, el 75% del incremento en los ocupados se explica por los informales, para una tasa de informalidad cercana al 45%, con actividades en las que la cifra supera el 70% (agricultura, hoteles, restaurantes y servicios artísticos y entrenamiento), o ciudades capitales por encima del 60% (Sincelejo, Valledupar, Cúcuta, Montería, Riohacha y Quibdó). Solo 54 ocupados de cada 100 son asalariados, y 48 de cada 100 ganan menos de 1 salario mínimo, con estadísticas que están mostrando un aumento de personas en esta situación.
Esto sucede porque el aparato productivo es pequeño y con problemas estructurales de productividad, competitividad, innovación, sofisticación y diversificación, dificultando la creación, crecimiento y consolidación de las empresas, lo que impide en una racionalidad contable, económica, financiera y administrativa que todo el empleo crezca y sea formal. Así y todo, existen miles de empleadores que se levantan cada día a buscar cómo pagar impuestos, nómina y sostener a su propia familia; y muchos, quizás la gran mayoría, están lejos de ser millonarios.
Allí está lo más ofensivo del asunto. La decisión sobre el aumento del salario mínimo está en gran parte concentrado en personas que históricamente han vivido gracias al sector público (por ejemplo el presidente), porque sus ingresos laborales se derivan del recaudado por impuestos que cobran a la riqueza generada por los hogares y las empresas, y el Estado lo utiliza en gastos de funcionamiento. Con el agravante que quizás muchas de estas personas involucradas en la decisión del salario mínimo no han tenido la valentía de crear una empresa, generar empleo formal, asumir los riesgos y la incertidumbre de una operación mercantil y ser sostenibles en lógicas de economía de mercado.
El salario mínimo, y todos los salarios e ingresos laborales deben crecer, pero deben estar ajustados al crecimiento económico, la inflación, la dinámica empresarial interna y los aportes en la productividad laboral. Los aumentos excesivos arrastran mayores costos, inflación, y provocan una menor posibilidad de ofrecer empleo de calidad, y garantizar el equilibrio de operaciones en las organizaciones.
La clave no es sencillamente decretar un salario mínimo, que no toca a la mitad de los ocupados del país, debería estar acompañado de la promoción de estrategias integrales para el crecimiento y el desarrollo empresarial y el cierre de brechas en el capital humano.