Cuando este escrito llegue a los ojos de algún lector ocioso, en el apacible pueblo vallecaucano de Ginebra estarán festejando con tiples y liras las bodas de oro de su famoso Concurso Nacional de Intérpretes. Lleva el nombre del músico local Benigno ‘Mono’ Núñez. Mucho hay por comentar del certamen: si se deja fluir el orgullo xenófilo, habrá que mencionar el largo protagonismo musical de Caldas. Una de sus fundadoras fue la riosuceña sor Virginia Lahidalga. Si a bambucos vamos, han sonado miles entre viejos y nuevos, tradicionales y experimentales, inolvidables y olvidables. También pasillos, danzas, guabinas, torbellinos… todo el menú rítmico andino colombiano.
Empezó en 1974 como concurso colegial, pues a la rectora le encantaba la ‘música de cuerdas’, denominación coloquial de nuestras músicas instrumentales. Ya en ese entonces, los padres adoptaban lo foráneo como signo de sofisticación, en su afán de ascender socialmente. Sus hijos se criaron con músicas extrañas, avergonzados de lo autóctono. Tampoco hubieran tenido cómo escucharlo, pues la radio lo transmitía cada vez menos. Muchos compositores dejaron de componer sobre ritmos vernáculos, porque sus canciones no eran escuchadas. Una mezcla de indiferencia, vergüenza e ignorancia despersonalizó el país en su tránsito de lo rural a lo urbano y de lo urbano a una modernidad mal entendida.
El torneo de Ginebra alborotó nostalgias y unos soñadores quisieron sacarlo allende de las fronteras municipales. Deseaban “rescatar” las músicas tradicionales y revivir el interés por lo propio. Con la sana intención de “dar altura” al concurso, nombraron para jurados a maestros académicos, más inclinados a apreciar las partituras que la cultura representada en las canciones. En un principio se enfrentaron, en igualdad de condiciones, artistas de conservatorio y empíricos autóctonos. Como las pautas de calificación técnica no incluyen métodos de evaluación cultural, estos eran sistemáticamente eliminados, lo cual no era el propósito original. Es tendencia inevitable en todos los concursos musicales.
En el Mono Núñez lograron incluir a los músicos campesinos, a través del Encuentro de Expresiones Autóctonas. Es uno de los grandes aciertos históricos del certamen. Si bien evita el enfrentamiento de culturas, atrae menos público por no ser concurso. Más allá de la alta calidad de los concursantes, muchos desconocen lo vernáculo y no quieren conocerlo. Sepan o no, son de tres clases: los que van a mostrar su música y conectan rápido con la audiencia; otros buscan descrestar al jurado con arreglos ininteligibles, confunden habilidad con virtuosismo y proclaman un presunto ‘espíritu de renovación’, nacido más del impulso que del conocimiento; suelen ser arreglos forzados a canciones tradicionales: malogran la canción y no renuevan. Los terceros sólo quieren ganar; ruedan de concurso en concurso (concursantes profesionales), sin aportar nada a la música.
Algunos conocieron primero el rock o la balada, y posan de cultos por interpretar jazz y bossa-nova. Cuando descubren las músicas tradicionales se fascinan con ellas, pero en lugar de estudiarlas, las aprovechan para ensayar fusiones que casi nunca transmiten algo, porque ellos mismos no tienen claridad acerca de lo propio.
Ganar en el ‘Mono Núñez’ no significa triunfar. Numerosos concursantes proclamados como los mejores no tuvieron carreras exitosas por falta de oportunidad. Las disqueras y la radio no se interesaron y el gran público no sabe de ellos. A pesar de todo, ningún obstáculo, sobre todo económico, ha doblegado a los organizadores del certamen durante 50 años. Han logrado mantener vivo (o revivir) el interés de miles de personas en las músicas basadas en ritmos tradicionales, así sea por nostalgia o curiosidad, lo cual es de gran valor. Y se ha enriquecido el repertorio propio, cumpliendo así otro propósito fundacional.