En 2016 se anunció el comienzo del Antropoceno, nueva era geológica provocada por la alteración humana de los ecosistemas y la geología, que podría precipitar la sexta extinción masiva del planeta y todos sus ocupantes. En 2018, se advirtió que para 2030 deberá disminuirse el 45% de las emisiones de dióxido de carbono, para tener un mundo medianamente habitable. 

Han pasado ocho años del primer anuncio y seis del segundo, sin que se haya hecho mayor cosa. Se dilapidó la mitad del plazo en mucha labia y poca acción. Lo más significativo fue involuntario: el confinamiento mundial por la pandemia del covid en 2020, dio un respiro a la Naturaleza. Demostró asombrosa capacidad de recuperación, si se la deja en paz.

En cambio, se acumulan las malas noticias: hace unos días, la revista científica Nature Geoscience informó sobre la creciente pérdida de oxígeno en los mares. Es similar a la que incidió en una de las extinciones masivas de la Tierra, hace 200 millones de años. A diferencia de aquella, que fue provocada por ciclos naturales, la de ahora tiene causa humana. Las señales de catástrofe son las mismas y puede afectar áreas donde aún hay niveles aceptables de oxígeno.

Muchísima gente cree que con no arrojar plásticos en cualquier lugar o sacar el carro únicamente el fin de semana, ayuda a conservar el planeta. Es un esfuerzo válido, aunque lo emprenda una ínfima minoría, por lo menos en lo que respecta a Colombia y América Latina. Aun así, ojalá bastara con ello. Pero hay un aspecto del que poco se habla, en el cual tiene responsabilidad individual un altísimo porcentaje de personas en todo el mundo: los residuos de medicamentos legales y drogas ilegales que las alcantarillas vierten en aguas fluviales, lacustres o marítimas.

Los estudios con aguas residuales de las grandes ciudades del mundo revelan la presencia de 34 medicamentos de venta libre, entre analgésicos y antiinflamatorios. A los cuales se suman fármacos para el corazón, antidepresivos, opioides y antifúngicos (control de hongos). Y, por supuesto, un preparado de cocaína, ketamina, anfetaminas, metanfetamina, marihuana y éxtasis. Una inmersión en el río Támesis a su paso por Londres, podría provocar una ‘traba’ de proporciones épicas, sin contar las infecciones estomacales.

Un estudio hecho por las universidades Federal de São Paulo y Santa Cecilia en aguas de la Bahía de Santos, Brasil, con muestras tomadas a cuatro kilómetros de la playa y a diez metros de profundidad, halló una concentración de cocaína pura de 0,0000005 gramos por litro. “Es el mayor registro en el mundo para regiones costeras estudiadas”, afirma el ecotoxicólogo Camilo Seabra, coordinador del estudio. 

La sola presencia de tanto químico podría afectar la salud humana: llegará el momento en que una simple inmersión en el mar cause grave intoxicación. Más triste todavía, está afectando notablemente la vida marina. Un ejemplo alarmante es el daño que la cocaína y otras drogas ilícitas de alta concentración que los narcotraficantes arrojan a aguas de la Florida, cuando ven un barco de la guardia costera: todas las especies marinas, especialmente los tiburones, la consumen involuntariamente en grandes dosis. Se sabe que los vuelve hiperactivos y agresivos, les causa convulsiones y los puede matar.

En Manizales sólo hay playas de estacionamiento de vehículos y qué va a importar un tiburón que nada a mil o dos mil kilómetros de distancia. Ni aunque pueda ser uno de los cien millones de ejemplares que sacrificarán el año entrante, para hacer sopa de aletas. Tampoco la venden en la ciudad. En últimas, todavía faltan seis años para 2030. Nada pasará, tranquilos.