Gracias al eufórico verso “¡ya llegó el 20 de enerooooo!”, que proclama musicalmente las fiestas de Sincelejo y sus corralejas, esta fecha se fijó en la memoria colectiva. Algunos recuerdan el santo del día, Sebastián de Milán, así el santoral sea de poca o ninguna importancia, dado el mínimo atractivo de esa lista. Y eso que los festejos sucreños no son para él.
Era un jefe de la guardia pretoriana imperial del siglo III d.C., que abrazó la fe cristiana. Fue descubierto y ejecutado a flechazos. Demostró ser más útil muerto que vivo, por su condición de militar romano. La abundante iconografía pictórica y escultórica de los siguientes quince siglos, sugiere que fue un valioso peldaño en el ascenso de la Iglesia Católica hacia los poderes político y económico, que conserva, acrece y defiende, aún a costa de la fe.
En torno del mártir surgió un culto espontáneo, pocas veces dispensado a un santo. (Las culturas populares no se equivocan). Su devoción arraigó rápido en la Nueva Granada: en 1510 fue fundada San Sebastián de Urabá. Los dominicos establecieron en Popayán el convento de San Sebastián Mártir. Los doctrineros inculcaron –o impusieron- como patrono de numerosas comunidades indígenas, entre las cuales San Sebastián de Guática. Poblaciones de importancia colonial aún existentes están bajo su advocación: Mariquita; Roldanillo, Yumbo y La Balsa, hoy Alcalá (Valle); La Plata (Huila); Buenavista (Magdalena) y el pueblito caucano homónimo.
Los esclavizados yorubas vieron semejanzas entre Sebastián y Omolú, su deidad protectora contra la peste. Uno de los más fuertes indicios de la relación entre el santo latino y la divinidad africana se halla en el antiguo Real de Minas de Quiebralomo, uno de los mayores proveedores de oro de la Gobernación de Popayán, luego Cauca. (De allá fue tomada la porción territorial más grande, con sus culturas, para crear el Departamento de Caldas). En el siglo XVIII, el lugar estaba consagrado al santo y tenía una población mayoritariamente negra y parte era de origen yoruba.
Se sabe que festejaban el 20 de enero, tanto en lo religioso como en lo profano. Uno de sus actos era “el florilegio de San Sebastián”, lectura de fragmentos sobre la vida del santo. Quizás sean el origen de los Decretos del Carnaval riosuceño, pues en 1818 Quiebralomo fue trasladado para dar vida a Riosucio, a una cuadra del pueblo indígena de La Montaña, que estaba ahí desde 1816. De ahí las dos plazas y las dos iglesias principales, una denominada de La Candelaria, patrona de los nativos; la otra, de San Sebastián, por los mulatos.
Durante bastante más de un siglo, las dos comunidades celebraron conjuntamente el Carnaval los primeros días de cada año. Casi de inmediato, hacían las fiestas de sus respectivos santos patronos: a san Sebastián, de enero 12 a 20; a la Candelaria, de enero 25 a febrero 2. Hasta cuando un obispo de Pereira, a cuya diócesis está adscrito Riosucio, resolvió intercambiar las feligresías, únicamente por razones geográficas: a los devotos de san Sebastián los puso bajo el patronato de la Candelaria y a estos bajo el del santo asaeteado. Le importó un sieso echar por la borda dos tradiciones seculares. El resultado fue desastroso: la fiesta de la Candelaria es organizada por feligreses de San Sebastián y desapareció el festejo al santo. Razón tuvo monseñor Juan Bautista Agnozzi, primer Nuncio Apostólico en Colombia, cuando exclamó en 1884: “Esos curas son unos imbéciles”.
A pesar de todo, cuando hoy resuene el eufórico verso “¡ya llegó el 20 de enerooooo!”, revive, así sea involuntariamente, el recuerdo de san Sebastián, el santo olvidado.