Ayer se celebró en Colombia el Día del Periodista, que como todas las fechas similares, ha perdido significado. Están reducidas a maratones comerciales o pasan en absoluta indiferencia. La celebración de la de los comunicadores viene en deplorable decadencia. Algunos prefieren no celebrar, absteniéndose de aceptar ciertas invitaciones, cuya finalidad es únicamente obtener el favor de la prensa. Muchos sucumben al presunto agasajo, cuando no es que piden o exigen a través de los micrófonos.
En otros tiempos se aprovechaba el día para evaluar el oficio. Cuando no se convocaba a simposios, en los medios reunían a sus periodistas. Como mínimo, servían para que cada uno reafirmara su misión.
Hoy hay que preguntarse si el periodismo colombiano tiene ideales. Hay percepción de caos, pues muchos medios se redujeron a ser vehículos comerciales y defensores de intereses particulares. Renunciaron a su papel de guías de la sociedad; en lugar de marcar tendencias, se limitan a seguirlas, bajo el principio “lo que está de moda”, delegándolo en ‘influenciadores’, ‘youtoubers’ y ‘tiktokers’.
Los periodistas viven en el dilema entre lo que desean versus lo que deben informar. Hay confusión. Desaparecieron los géneros (crónica, entrevista, reportaje, etcétera), reducidos a interminables escritos farragosos y erráticos. En cada noticia se vuelve al primer día de la Creación, para repetir y repetir lo que ya se dijo antes. Se mezclan información, juicios de valor y opinión. La especulación adquirió valor informativo: vale tanto lo que sucede, como lo que podría suceder, así no suceda. No hay equilibrio: se exalta hasta el ditirambo o se hunde con saña.
Reina la imprecisión: el temblor del pasado martes “despertó a varios colombianos”, se lee en una revista nacional. (Sin mencionarla, para no promover ordalías). ¿Qué tal ésta?: “Los análisis determinaron que el útero corresponde al cuerpo de Karen, porque ella era madre de un pequeño y este órgano había engendrado un hijo en el pasado”. O, “Colombia, hizo historia y fue campeona del Mundial de parálisis”, sin explicar si es mental o física. “Pereció dos meses después de ser atracado”, ¿será la que llaman muerte lenta? “Proliferan extensiones de monocultivos”… y de absurdos.
Las confusiones de términos son variopintas: el portero “protagonizó uno de los errores más notarios del fútbol colombiano”. Más notorio es el de redacción. Cierto arquero gordo cometió un “error graso”. ¿Se podrá creer a quien ofreció “información verás de lo que funcionaba en el inmueble”?
Por lo regular, los titulares no corresponden con la noticia. Lo que se anuncia no es lo que se lee. O caen en el tremendismo desaforado: “Toda la ciudad de Cali está en pánico”, porque se lesionó un futbolista.
Desaparecieron los otrora ineludibles requisitos para ser periodista: tener aceptable cultura general, ser lector ávido y escribir muy bien, exigidos a los empíricos. Numerosos redactores, editores y jefes de redacción de hoy no los cumplen, a pesar de tener estudios profesionales.
En el periodismo hablado predominan las peroratas interminables, muchas de ellos destinadas a la exaltación del yo y la destrucción del otro. Los narradores deportivos de la televisión relatan un partido diferente del que ve el televidente y se atreven a descalificar la realidad. Cuando no es que repiten los mismos chistes flojos, partido tras partido.
Con abundancia de periodistas impreparados y muchos medios sometidos a consorcios económicos, buena parte de la prensa se convirtió en maquinaria de desinformación. No hay pensamiento crítico, pero sí censura interna y autocensura individual. Cosas que no pueden decirse; las que sí, deben ceñirse a lenguajes políticamente correctos.
Mucho se teme que la prensa podría desaparecer ante el creciente influjo de las redes sociales. También está autodestruyéndose.