Jesús, a secas, es el personaje más importante de la historia de gran parte del mundo. Aun sin apellido, es inconfundible. Más por estos días, cuando devotos e indiferentes se aprestan a conmemorar su nacimiento con rezos y cantos; con comilonas, bebetas y despilfarros. Todos aceptan unánimes que ocurrió el 25 de diciembre.
Pero la celebración no concuerda con la cronología: en Lucas 1:5-14 se lee que al momento de la concepción de Juan el Bautista, su padre Zacarías oficiaba en el Templo de Jerusalén. El Libro de las Crónicas 24:7-19 explica que 24 grupos de sacerdotes servían por turnos y a él le correspondía el octavo. Si se cuentan desde comienzos de año, Zacarías sirvió en el tercer mes hebreo, equivalente a comienzos de junio actual. Juan debió nacer en marzo siguiente.
Lucas 1:24-36 registra que Jesús nació seis meses después: septiembre. En 2:8 dice que la noche del nacimiento, pastores cuidaban los rebaños al aire libre. No podía ser diciembre; era invierno. Corrían los años 6 o 5 a.C. Sucesos históricos y astronómicos lo confirmarían: el censo ordenado por el emperador Augusto, que obligó a José y María a ir a Belén, se hizo entre el 8 y el 6 a.C. La llamada estrella de Belén pudo ser una supernova en la constelación del Águila, visible en febrero del 5 a.C. También hubo conjunción de Saturno y Júpiter. Por último, Herodes el Grande, quien ordenó la matanza de los primogénitos, cuando Jesús tenía dos años, murió entre marzo y abril de 4 a.C. Sin darnos cuenta, conmemoramos el nacimiento de un niño de cinco años.
Sin fundamento alguno, el historiador romano Sexto Julio Africano resolvió en 221 d.C. que no fue en septiembre, sino el 25 de diciembre. En 354 d.C., el papa Liberio le dio carácter de dogma. No fue un capricho ‘urbi et orbi’ más de muchos pontífices, sino la decisión política de imponer una religión tricentenaria sobre creencias milenarias. Varias tenían los mitos del niño engendrado por un dios en virgen humana; deidades sacrificadas que resucitan el tercer día; comidas rituales con pan y vino, en fin. También deseaba controlar los desenfrenos de las saturnales en homenaje al dios romano de la agricultura, del 17 al 23 de diciembre. Encendían velas y regalaban muñecos de barro. Se atendía a los amigos y a quienes se debía servicios. Había bromas.
El 25 era el solsticio de invierno, en el antiguo calendario juliano, no el 21 del gregoriano vigente. Ese día se celebraba el nacimiento de Mitra en una gruta, donde fue adorado por pastores. Este hijo del Sol y de una virgen vino a redimir la Humanidad. El mitraísmo fue acogido por los romanos quienes festejaban el ‘Natalis Solis Invicti’ (nacimiento del Sol invencible). Tomó tanta fuerza, que el emperador Aureliano lo elevó a religión oficial del Imperio en 274 d.C. Treintainueve años después, en 313, los intereses imperiales pusieron sus ojos en el Cristianismo y otros cuarentaiuno más tarde, el Niño Jesús sacó a Mitra de la caverna y se impuso en las creencias de Occidente. En el siglo VI, Dionisio el Exiguo afirmó que la Natividad fue el año 1 y se perdieron cinco o seis años de la vida del Jesús histórico.
Más allá de lo que diga la Historia, de cuán fidedignos sean los Evangelios o cuánto acomode la Iglesia Católica el episodio a sus intereses, hay un culto popular arraigado. Mezcla creencias, sentimientos, devociones y tradiciones profanas. La fe que lo sustenta es auténtica, nada ortodoxa. Su anacronismo e independencia de las prédicas eclesiásticas, la hacen más entrañable.