Hace 530 años, octubre 28 de 1492, el marinero Rodrigo de Jerez vio en las Antillas a unos nativos encender “hojas secas que desprendían una peculiar fragancia” y aspirar el humo. Al averiguar a qué sabía y qué se sentía, fue el primer fumador europeo. Le gustó.
Al regresar a España, salió a la calle chicote en mano. Debió causar sensación, pero la Inquisición lo encarceló, porque “solo el diablo podía dar a un hombre el poder de sacar humo por la boca”. Cuando salió siete años después, su satánico esnobismo estaba de moda.
El tabaco fue una de las primeras maravillas que el Nuevo Mundo reveló a los españoles venidos del Viejo Mundo. Era ya una costumbre milenaria, con propiedades terapéuticas y simbolismos espirituales. Fray Pedro Simón vio a los umbras del actual Occidente caldense aspirar sus vapores, tomarlo con chicha o masticarlo para sanar: “Es yerba medicinal, así tomada en humo como en polvo”, anotó.
En pocos años la mágica hoja llegó a las principales cortes europeas. En 1571, la corona española envió una expedición científica a investigar. Informaron que cura el asma “como por milagro” y era placentera práctica: “Embota el sentido de las penas y trabajos, e invade por completo el ánimo como un reposo de todas las facultades, que podría llamarse una casi ‘embriaguez’”. Tanta, “que no se sienten los azotes ni los suplicios, incrementa el vigor y fortalece el ánimo para sobrellevar los trabajos”. También advirtieron de los nocivos efectos de su abuso.
También el clero sucumbió a sus encantos, pero en 1642 el papa Urbano VIII prohibió el consumo en las iglesias. Es de suponer que la hostia no quedaría bien consagrada, ni Cristo devotamente recibido con ese aliento de pucho…
Si en Europa encendían, en América no apagaban: en la visita eclesiástica de 1744 a Quiebralomo (hoy caserío de Riosucio), el obispo de Popayán lamentó que los feligreses se paraban en la “puerta de la iglesia a parlar y chupar tabaco”. El impopular corregidor de naturales José María Buenaventura buscaba en 1801 ganarse “con comida y tabaco” el favor de indígenas y mulatos de la Vega de Supía, para que no lo denunciaran en la Real Audiencia.
Olvidados los poderes medicinales y desaparecidas las ceremonias sahumadas con tabaco, el consumo fue únicamente lúdico. Lo elaboraban en las casas y los niños metían fósforos para que al fumador le saliera una llamarada. Las lavanderas de los ríos chupaban con “la candela para adentro”, para que el agua no lo apagara. Las distancias se medían por la duración de un tabaco, que también ahuyentaba los mosquitos.
Los pudientes se reunían a humear después de comer. La gente cantaba un tango lánguido y cadencioso: “Fumar es un placer genial, sensual. Fumando espero al hombre que yo quiero…”. En los más exclusivos clubes sociales había salón de fumadores.
Pero un día la muerte se cebó en el gremio. Tabaco, cigarrillo y pipa cayeron en desgracia. El consumo fue proscrito de los lugares públicos y los consumidores enviados a la clandestinidad, sin derecho a réplica. Conscientes de su debilidad, callaron, constituyéndose en ejemplo de tolerancia: jamás critican a los no fumadores, ni a los adictos al alcohol y otras sustancias.
Por una mueca del destino, el espacio vedado a los fumadores de cigarrillo, se convirtió en zona franca para los de la hedionda marihuana. ¡Ay! de quien diga algo. Tienen la complicidad de los antitabaquistas, a quienes, paradójicamente, tampoco incomoda el humo de los carros.
Han pasado 530 años desde aquella primera chupada. Y aunque fastidie a los fundamentalistas, a la historia nadie le quita lo fumado.