En medio de la furia desatada del raudal de Maipures se levanta “El Balancín”. Es una humilde piedra que adquiere caracteres de fuerza y de belleza al resistir los furiosos embates del caudal del río cuando la corriente desbordada en invierno lanza contra ella la irresistible potencia de las aguas desbocadas. Nadie sabe si la piedra está asentada sobre la roca o si está pegada a ella. En cualquiera de los dos casos la corriente ha debido derribarla en invierno. Pero no, sigue impávida de pie.
Allí permanecimos largo rato, mirándola, admirándola, acariciándola con la mirada y con los ojos del corazón. Hasta llegamos a envidiar su terquedad, su poderío, su desafío a los elementos.
Nos hubiera gustado quedarnos más tiempo oyendo el estruendo del raudal y detallando una a una sus inmóviles piedras, pero se hacía tarde y la prudencia ordenaba regresar con luz a Tambora, al lado de las instalaciones que fueron del Padre Nicoló, donde pernoctamos una vez más.
La noche despejada “y el ritmo pitagórico de las constelaciones” como decía el poeta, y el descenso de la temperatura invitaban a hacer una fogata y a su alrededor contarnos historias de vida y revivir las emociones del día. Y cuando algunos se fueron a dormir nos quedamos un pequeño grupo observando en silencio las constelaciones.
En la oscuridad total brillaban con más luminosidad y fuerza.
Humboldt declaró a Maipures como la octava maravilla de la Humanidad.
Algunos pertenecemos a esa especie en vías de extinción de seres humanos a los que la contemplación de la noche estrellada sume en profundas meditaciones y nostalgias.
En tales momentos viene a la memoria el poema de Rivas Groot “Las Constelaciones”. Así dice la primera estrofa:
“Amplias constelaciones que fulguráis tan lejos
mirando hacia la tierra desde la comba altura,
por qué vuestras miradas de pálidos reflejos,
tan llenas de tristeza, tan llenas de dulzura”.
No resisto la tentación de transcribir la última estrofa. Las constelaciones contestan al hombre y recuerdan su miseria, le recuerdan que los imperios pasan, le recuerdan la vanidad pasajera de los seres humanos. En una palabra, lo humillan.
Después de oír la lista de miserias con las que las estrellas apabullan al hombre, este se yergue y las fulmina con la última estrofa. Así las increpa:
“Y moriréis, ¡oh estrellas! en el postrero día
y flotarán espíritus con triunfadoras palmas
y alumbrarán entonces la eternidad sombría
sobre cenizas de astros constelaciones de almas”.
Este poema, que obviamente sé de memoria, me exalta, me emociona. Lo encuentro de una fulgurante belleza. Esa noche lo recité completo a mis compañeros que en silencio contemplaban el cielo estrellado mientras oían el discurrir del río.
Pero no todo terminó allí esa noche “ toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas” se me alborotaron los versos de los grandes poetas de Colombia. En este caso el Nocturno de José Asunción Silva. “Una noche en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas”.
Los compañeros me oyeron recitar todo el Nocturno de Silva. La noche era propicia para revivir la emoción de los iluminados compatriotas enamorados de la noche y de las estrellas.