En 1953 se produjo un golpe de estado militar en Colombia encabezado por el general Gustavo Rojas Pinilla, el último que tuvo nuestro país. La sensación de que se presente un evento similar se ha tenido en épocas posteriores, incluso para evitarlo, como estrategia política, los presidentes designaban como ministros de Defensa a férreos oficiales de las Fuerzas Militares. Vale igualmente la pena recordar, para no olvidar, la toma del Palacio de Justicia en 1985 en Bogotá, cuando se mencionó que un oficial al mando de la operación había sustituido transitoriamente al mandatario de los colombianos.
Un 11 de septiembre, este de 1973, como era el ambiente en los años previos y posteriores en Latinoamérica, se presentó en Chile un golpe de estado, también militar, propiciado por el general Augusto Pinochet, derrocando al presidente izquierdista Salvador Allende quien había sido elegido popularmente, acto político violento defendido por unos y atacado por otros, con el balance que arrojó aquel gobierno militar. Eran épocas de la “guerra fría” entre Estados Unidos y la Unión Soviética, presentada desde finales  de los años 40 hasta las postrimerías de la década de los años 80, caracterizada por el enfrentamiento entre la doctrina de derecha liderada por Estados Unidos, y la de izquierda protagonizada por la URSS. Ecuador, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Brasil, Venezuela, Argentina, Nicaragua, etc., tampoco fueron ajenos a gobiernos ‘de facto’, la gran mayoría de los golpistas sin formación en asuntos de Estado, pero sí de guerra.
Para entonces (1973) yo cursaba mi último año de secundaria, y con la excelente formación académica que a la sazón nos había dispensado el Instituto Universitario de Caldas sobre la organización y funcionamiento de los Estados democráticos, me generó conflicto ideológico lo aprendido y la intervención militar, tratando de buscar respuestas a situaciones de tantas naciones que querían construir, con mucho valor y sacrificio, Estados de derecho. Esa es una de las razones que a la postre me hicieron inclinar por el estudio de la ciencia jurídica, y en esta, por el derecho público. La postmodernidad sigue poniendo en ascuas a muchos Estados, sin que se observe que prontamente va a haber solución a las crisis que se están presentando; es sino revisar lo acontecido recientemente en Estados Unidos con el expresidente Donald Trump, y en el país carioca con el expresidente Jair Bolsonaro, quienes lideraron movimientos para cuestionar los resultados electorales presidenciales de sus sucesores, con cuyas actitudes han dado un mensaje no muy alentador al mundo.
Son incuestionables los daños institucionales, como generalmente también de desarrollo, que causan los gobiernos de facto, y no obstante la transición que tuvo nuestra República con la junta militar que sucedió a Rojas Pinilla. Allanó la materialización del “Frente Nacional” con el balance que años después mostró el sistema de alternancia del poder y que a la postre llevaría a que nuestra Patria buscara cambiar de rumbo en 1991 con la expedición de la nueva Constitución nacional, la misma que también permitió que accediera a la Presidencia de la República un representante de la izquierda.
Será la historia la que se encargará de juzgar si el camino construido es o no el que se ajusta a los ideales de todos los colombianos, los que están por encima de la lucha entre ideologías y de la lucha de intereses, y así lo pregona nuestra Constitución política.
***
Esta columna es un sencillo homenaje a mi exprofesor de derecho internacional Dr. Enrique Quintero Valencia; ¡Qué sabiduría!. Lástima que no hubiese sido elegido constituyente, habría dado muchas luces a la Colombia de 1991 para la adopción de la Constitución actual; así mismo, mi gratitud por haber reproducido en la revista “Erga Omnes” de la Universidad de Caldas que él dirigía, varios de mis artículos de “La Patria”. La formación impartida a quienes fuimos sus alumnos la llevaremos siempre con admiración y orgullo.