En la historia de los pueblos, hay personas cuya vida, aunque breve en años, logran sembrar raíces profundas que siguen brotando con fuerza en el tiempo. María Camila Ospina Alvarado (1984-2024) fue una de esas presencias fecundas: mujer, pensadora, investigadora y tejedora de afectos, saberes y memorias. Magíster en Psicología Clínica, doctora en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud y doctora en Media and Communication Studies por la Free University of Brussels y el Taos Institute de EE. UU., posdoctora en Niñez y Juventud.
Su paso por la vida no solo dejó huellas académicas admirables -que no se miden solo en publicaciones o distinciones, aunque fueron muchas-, sino también una capacidad profunda de imaginar y habitar una realidad compartida desde la percepción de los más pequeños: una forma ética de estar en lo común, comprometida con la transformación de las condiciones emocionales, sociales y políticas que afectan a la niñez en Colombia, América Latina y el Caribe.
Para ella, el construccionismo social no fue únicamente un enfoque teórico, sino una lente esencial para comprender el mundo, el conflicto, la infancia y la posibilidad de la paz. Resignificó el conflicto junto a las infancias desde la escucha activa y la creación conjunta de sentido. Por eso, su propuesta de paz generativa se configura como una orientación integral basada en el cuidado, el reconocimiento y la creación de futuros posibles desde los sentires de las niñeces.
Concibió la memoria no como un archivo muerto, sino como una semilla viva que germina en múltiples lenguajes: ilustraciones, podcasts, acciones educativas, becas y encuentros.
Este legado se entrelaza profundamente con el planteamiento de Araníbar y Aramayo (2011), quienes sostienen que la construcción de un orden social común no surge de la ausencia de tensiones, sino del reconocimiento y la tramitación ética de los conflictos que atraviesan a la sociedad. Es decir, el conflicto no debe ser asumido como una anomalía ni como una amenaza al orden, sino como una expresión legítima de la diversidad de intereses, voces, memorias y aspiraciones que coexisten en un mismo tejido social. Lejos de ser un obstáculo, el conflicto es visto como una posibilidad creadora: una oportunidad para interrogar lo establecido, para cuestionar las estructuras de exclusión y para abrir caminos hacia nuevas formas de convivencia más justas y democráticas.
Desde esta perspectiva, su pensamiento se encarna hoy en el Programa CAMI, concebido no como un esquema institucional ni un conjunto rígido de acciones, sino como un tejido ético, simbólico y relacional que le da sostenibilidad. Se trata de una plataforma creada colectivamente por su familia, el Cinde (Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud) y la comunidad académica que la acompañó.
Son seis hilos los que componen este entramado: Memoria viva, que resignifica el recordar como semilla de transformación; educación y pensamiento, que proyecta su pedagogía crítica y amorosa; CAMI en territorio, que acompaña comunidades con la infancia como protagonista; saberes vivos, que reconoce a las infancias como sujetos de conocimiento; CAMI en red, que articula alianzas y colectivos en torno a la paz; y CAMI en el tiempo, que asegura su sostenibilidad ética, financiera y colaborativa como tejido colectivo y amoroso (Programa CAMI, 2025).
El legado de Camila no se resguarda como pieza de museo; se teje y reteje en cada rincón donde la ternura se convierte en política, donde el afecto se hace epistemología, y donde la infancia es reconocida como origen y horizonte de lo humano.