En tiempos de Semana Santa, cuando el mensaje cristiano convoca a la compasión, al servicio y al amor al prójimo, resurge con fuerza el valor de la caridad. Esta virtud, profundamente arraigada en la tradición de la Iglesia, ha movilizado durante siglos la ayuda a los más pobres.
El papa Francisco, en Fratelli tutti (2020), advierte que la caridad no puede reducirse a gestos espontáneos ni al simple alivio del sufrimiento inmediato. Para ser auténtica, necesita estar iluminada por la verdad, una verdad que se alimenta tanto de la razón como de la fe.
Se trata, sin duda, de una crítica profunda a aquellas formas de ayuda que, sin comprender las causas estructurales de la pobreza, corren el riesgo de transformarse en prácticas que refuerzan la exclusión o consolidan la dependencia.
En el caso colombiano, Beatriz Castro Carvajal (2008) señala en su artículo, Los inicios de la asistencia social en Colombia, que desde finales del siglo XIX la cuestión social comenzó a ser visible en las ciudades y a preocupar a los sectores ilustrados.
A mediados del siglo XX el país seguía sumido en un notable atraso estructural, lo que limitó seriamente la posibilidad de respuestas eficaces del Estado. Más allá de las limitaciones materiales, el problema es más profundo.
Según Franz Hinkelammert (1991), los Estados modernos -particularmente en América Latina- han operado bajo una racionalidad que tolera la pobreza siempre y cuando no afecte la estabilidad del sistema.
Es decir, se implementan políticas que alivian el dolor social, pero no se modifican las causas profundas que lo generan: concentración de riqueza, desigualdad de oportunidades, exclusión territorial.
En este recorrido histórico, la atención a los pobres ha transitado desde la caridad–beneficencia, pasando por la acción social, hasta llegar a la asistencia pública.
Esta evolución, según Castro Carvajal (2008), implicó una transformación ideológica en las formas de atención, en el tipo de instituciones creadas, y en la relación entre estas y el Estado. Pero incluso esta asistencia estatal, hoy formalizada como parte del derecho social, se encuentra atrapada en la lógica del subsidio, la focalización y la respuesta de corto plazo.
Se gestiona la pobreza, pero no se erradica. Se administra el déficit, pero no se transforma la desigualdad. Algunas corrientes críticas en las ciencias sociales advierten que, si bien la filantropía busca promover el bienestar de los individuos, no necesariamente transforma las causas estructurales que producen la exclusión social.
Este enfoque ha sido ampliamente debatido, ya que muchas iniciativas filantrópicas tienden a mitigar los efectos del problema -como el hambre o la falta de acceso a servicios- sin cuestionar o intervenir en las dinámicas de poder, distribución de la riqueza o políticas que perpetúan la desigualdad.
Hoy, cuando la pobreza sigue siendo una herida abierta en la vida nacional, necesitamos más que gestos de buena voluntad: se impone una ética de la justicia, no solo de la caridad. Esto implica un Estado capaz de redistribuir oportunidades, garantizar derechos y desmontar las estructuras que perpetúan la exclusión. También exige una ciudadanía activa, que no se limite a recibir, sino que interpele, cuestione y proponga.
Mientras se siga confundiendo limosna con política social, y asistencia con justicia, la pobreza seguirá naturalizada, camuflada entre discursos piadosos y programas fragmentarios.
La travesía hacia la justicia social permanece inconclusa no solo por falta de recursos, sino por ausencia de voluntad política y de un horizonte ético común.
Que la Semana Santa no sea solo memoria de compasión, sino también impulso para transformar las raíces del sufrimiento humano.