La demolición de la placa huella construida por los habitantes de la vereda Sierra Morena en Manizales (febrero 24/2025) pone de manifiesto un problema estructural en la relación entre el Estado y la acción comunitaria.
Ilustra la desconexión entre la norma y las necesidades ciudadanas, así como la ausencia de mecanismos efectivos de gobernanza participativa.
En lugar de promover la autogestión y la colaboración, la respuesta institucional se reduce a una sanción que culmina en la destrucción de una obra comunitaria, desperdiciando la oportunidad de una solución que valore, reconozca y formalice dicha iniciativa.
Es un ejemplo concreto de acción colectiva, en el que los vecinos identifican un problema y trabajan para resolverlo con sus propios recursos y mano de obra.
Desde el enfoque de Gestión de Bienes Comunes, desarrollado por Elinor Ostrom (1990), se reconoce que las comunidades poseen la capacidad de administrar autónomamente sus recursos sin la necesidad de un control centralizado, siempre que existan normas claras, acuerdos colectivos y mecanismos efectivos de monitoreo y sanción adaptadas a sus necesidades y territorios específicos.
En este contexto, el fortalecimiento de la gobernanza local y la generación de consensos son fundamentales para garantizar el éxito en las estrategias de gestión de bienes comunes.
Para el caso en cuestión, la regulación de la obra no debía limitarse a criterios técnicos definidos por la Administración municipal, sino que debió integrar la voz y la participación activa de la población rural.
De este modo, se habría asegurado que las necesidades e intereses de la vereda fueran considerados de manera equitativa, permitiendo un desarrollo más inclusivo y sostenible de la vereda.
Como señalan Fung y Wright (2003), la gobernanza participativa es un modelo que fomenta la inclusión de la ciudadanía en la toma de decisiones, asegurando que las iniciativas locales sean fortalecidas en lugar de ser ignoradas o castigadas.
Dado este escenario, surgen interrogantes fundamentales: ¿Cómo lograr que los gobiernos comprendan la importancia del desarrollo comunitario humano integral? ¿Por qué persiste la resistencia institucional en aceptar que las colectividades pueden gestionar de manera autónoma sus bienes comunes?
En este punto, el enfoque de Amartya Sen (1999) sobre el desarrollo humano ofrece una perspectiva relevante. Plantea que el desarrollo debe centrarse en la expansión de las libertades y capacidades de las personas, permitiéndoles elegir la vida que valoran.
De esta manera, el desarrollo no se reduce al crecimiento económico, sino que debe generar condiciones para que las personas amplíen sus oportunidades y capacidades.
Max-Neef (1991) refuerza esta visión al proponer un enfoque centrado en la satisfacción de necesidades humanas fundamentales, como la subsistencia, la protección, la identidad y la participación.
Coraggio (2006) subraya que el desarrollo es una transformación cultural de la política y de los modos de vida.
Por lo que es fundamental que los gobiernos reconozcan la validez de los sistemas de valores comunitarios y sus modelos de vida, en lugar de imponer regulaciones que los desconozcan (Carvajal, 2009).
Cierto es, que, a pesar de las barreras impuestas por las instituciones, las comunidades siguen organizándose para resolver sus necesidades.
Ante esta realidad, el modelo de gobernanza participativa reemplaza la represión. Es explícito en la legislación que, las JAC y JAL tienen un papel clave en la planificación y gestión del desarrollo local, pero su incidencia real sigue siendo limitada, afectando la dinámica democrática de abajo hacia arriba.
La administración pública debe garantizar su participación efectiva, asignarles recursos y eliminar las barreras burocráticas que restringen su labor.