La inclusión del presidente Gustavo Petro y su familia en la lista OFAC no es solo una sanción política: es un golpe moral a la Nación. Un hecho que coloca a Colombia en una posición vergonzosa ante el mundo y que pone en riesgo la estabilidad de millones de ciudadanos que nada tienen que ver con las decisiones, los discursos o las provocaciones del mandatario.

La lista OFAC heredera de la temida “Lista Clinton” no es un trámite administrativo. Es el equivalente moderno a un embargo diplomático. Estar allí significa aislamiento financiero, congelamiento de activos, pérdida de confianza internacional y un daño casi irreparable a la reputación del país. Desde hoy, cualquier transacción con bancos internacionales o empresas extranjeras llevará el sello del riesgo. Y cuando un presidente aparece en una lista de narcotraficantes, todos los colombianos quedamos bajo sospecha.

Como empresario, sé que la confianza es el activo más valioso que puede tener una nación. Sin confianza no hay inversión, sin inversión no hay empleo, y sin empleo no hay esperanza. Y lo que esta decisión destruye, antes que nada, es la confianza. Los mercados no distinguen entre un mandatario y su pueblo: ven a Colombia como un bloque. Cuando el líder pierde credibilidad, la economía se congela y el futuro se paraliza.

La culpa de esta crisis es de Gustavo Petro. Fue él quien decidió gobernar con soberbia, confundiendo independencia con confrontación. Fue él quien eligió provocar a los Estados Unidos, creyendo que desafiar a una potencia era un acto de dignidad cuando, en realidad, fue un acto de torpeza diplomática. En política exterior, la altivez se paga con aislamiento, y hoy Colombia lo está aprendiendo de la peor manera.

No se trata de ser sumisos ni de renunciar a la soberanía. Se trata de actuar con inteligencia, con sentido de Estado. La soberanía no se defiende insultando a los aliados, sino fortaleciendo las instituciones, cumpliendo la ley y generando confianza dentro y fuera del país. Pero el actual Gobierno eligió el camino del discurso incendiario, y ese fuego ya está alcanzando a toda la Nación.

El daño trasciende lo económico. Lo que está en juego ahora es la credibilidad de Colombia como una democracia seria, capaz de separar el Estado de los errores de su presidente. Las instituciones deben reaccionar con independencia y firmeza, o el país entrará en una espiral de desconfianza que costará años revertir. El ego de un hombre no puede costarle al país la confianza del mundo.

Colombia merece un liderazgo sensato, responsable y consciente de su papel en la historia. La grandeza de una nación no se mide por su retórica, sino por su capacidad de corregir. Y Colombia, pese a todo, aún está a tiempo de hacerlo. Siempre Colombia por encima de todo.