Al Niño Dios le pido acuerdos. Como medida de contingencia, como modo de darle forma a la esperanza que todavía se guarda, como estrategia para mantenernos cercanos en la diferencia, como plan secreto para que no nos pasen por el medio —esos sí bien unidos— quienes viven de cobrar el saldo que deja nuestro desencuentro.
“El mundo entero era víctima de una terrible peste”, nos cuenta el delirio de Raskólnikov en el epílogo de ‘Crimen y castigo’. Ve seres microscópicos que se introducen en el cuerpo de las personas, igual a todas las pandemias. Pero, ¿en esta de qué se padece? “Las personas en cuyos cuerpos se infiltraban se volvían enseguida endemoniadas y locas. Pero nunca, nunca, los hombres se habían considerado tan lúcidos y tan seguros de que estaban en posesión de la verdad como los apestados”. Una peste de tener la razón. “Nunca habían tenido tanta confianza en la infalibilidad de sus sentencias, en la firmeza de sus conclusiones científicas, de sus convicciones morales y religiosas”.
Entonces viene el resultado de tanta razón de nuestro lado: “Estaban alarmados, nadie comprendía a los demás; cada uno pensaba que él poseía la verdad y se atormentaba al mirar a los demás, se golpeaba el pecho, lloraba y se retorcía las manos. No sabían a quién juzgar ni cómo juzgarle; no podían ponerse de acuerdo sobre lo que era el mal y lo que era el bien”.
Si de repente algunos hacen el intento, la peste se les impone: “En algún que otro lugar, la gente llegaba a reunirse, acordaba hacer algo y juraba no separarse, pero al instante comenzaba a ocuparse de algo completamente distinto de lo que acababa de proponer, empezaban a acusarse unos a otros, a pelearse y a matarse”.
Es de cuidado. Delicado. Porque tener mucho la razón puede volvérsenos esta peste de desencuentro. Pero también es cierto que un buen acuerdo nace de una convicción; de una que sabe, que conoce, que defiende una verdad, que intenta influir. Sin convicciones que se manifiesten, difícil encontrar un plan entre todos. Entonces pareciera que lo necesario es una dosis justa de convicción, de razón, de verdad, que permita acordar. A lo mejor es eso lo que pido al Niño Dios: la sabiduría para encontrar el punto exacto en el que sabemos algo, lo defendemos, pero queda cabida para los otros.
Que lleguen muchos acuerdos, en muchas versiones, para diferentes espacios y personas. El 2025 no pinta muy diferente en traernos excusas para separarnos: las guerras internacionales no paran y amenazan con hacerse más grandes; la política colombiana empieza a transitar hacia el debate electoral, que nos vuelve tan sectarios, en medio de una discusión de todos los días con un Gobierno nacional que terminó enredado en la misma política tradicional con la que jugó a tentarse.
A lo mejor lo que nos devuelva el encanto y la esperanza sean los acuerdos más cercanos, más cotidianos, más regionales y focalizados. Al menos mientras la gran política siga metida en esta peste de tener tanto la razón.
A mí, en particular, me gusta el acuerdo que se va dibujando para el departamento: crear Procaldas. Un espacio, fruto de un acuerdo, que promovería el progreso social desde una mirada regional, más allá de lo partidista, más allá de lo sectorial. Con un objetivo claro de diseñarnos juntos un largo plazo. Una apuesta en la que no se ve difícil que varios lleguemos con las convicciones justas para lograr construir en común.