En Manizales se quiere seguir conversando la política en ámbitos donde usualmente no se hace. Empresas, organizaciones y gremios nos invitan todavía a dialogar sobre gobierno, partidos, instituciones, confianzas públicas. Es un buen síntoma, pues habíamos creído que era solo costumbre de la ciudad en los años electorales.
Sin embargo, tengo la sospecha de que estamos corriendo un riesgo muy alto: conversar como el mundo de las redes sociales nos ha ido acostumbrando.
Se nos perdieron sentidos y palabras ante una izquierda en el poder y una derecha que ahora marcha. También seguimos confundidos con un estallido social y una pandemia que no se han terminado de escribir bien en los libros de historia. Las elecciones presidenciales y regionales pasaron y no era cierto que las cosas volvieran a su lugar. Es definitivo.
Estamos en un momento en el que nos cambiaron parte de los códigos con los que leíamos el poder. Lo peor es que nos pasó justo en el momento en el que las redes sociales nos formaron en el griterío, el sectarismo y la alteración. ¿Cómo encontraremos así las palabras que nospuedan explicar lo que está pasando?
Gobernantes que se disfrazan para Facebook con cascos y trajes típicos. Concejales que embuten su intervención en los minutos que les permite Tik Tok. Campañas que diseñan cadenas de Whatsapp con verdades a medias de precisión. Opinadores que intentamos dejar constancia de nuestros argumentos en los 280 caracteres de X (antes Twitter). Empresas que ensayan con posicionar temas públicos en Instagram, como si se tratara de publicitar los productos que le pautan a Google. Al final, gracias a las burbujas con las que están diseñadas todas estas redes sociales, los demás solo leemos y compartimos aquello que nos reafirma en lo que ya estamos convencidos. ¿Conversación? Poca. Si la hay, solo con los que se nos parecen y a los gritos.
Después de entrevistar influenciadores y empresarios digitales, el periodista Andrew Marantz comprobó que no importa que los contenidos o discursos que circulan en las redes sociales sean verdaderos o falsos, responsables o imprudentes. En su libro “Antisocial: la extrema derecha y la ‘libertad de expresión’ en internet”, ratificó que lo que se busca es que generen emociones activadoras. Es decir, aquellas que causan las reacciones fisiológicas más profundas, que nos alertan el cuerpo por agitación, estrés, euforia u odio. Con ellas nos mantienen pegados y nos venden su publicidad.
Estamos todos los días en medio de una conversación digital que tiende a popularizar —viralizar— no lo que tiene calidad de argumentos, relevancia o belleza, sino lo que nos hace hervir la sangre. Descubrimos a diario que allí no se debate de buena fe. Que las noticias falsas, los discursos insultantes, la banalización de principios o el descuido con las palabras pueden inventarse desde cero y sin sanción, pues no reconocen ninguna lealtad con la realidad o con los acuerdos culturales. Así pueden construirse a la medida de nuestras emociones.
Si queremos espacios de conversación físicos, al tacto con el otro, con tableros y pantallas comunes, con los alimentos y las bebidas que nos reúnen, no es para disfrazarnos como en redes. No es para embutirnos con lo dicho en un minuto, ni para vernos solo con quienes nos reafirman lo que ya pensamos, ni para llegar con mensajes diseñados para mantener las emociones a flote.
El reto es no traer a estos espacios la lógica del algoritmo de las redes. Acordar y disentir pero de buena fe, con cuidado de las palabras, con lealtad con las realidades bien sustentadas, sin banalizar ni dar por descontados valores básicos de encuentro. Acordar y disentir pero con el verdaderamente diferente, por fuera de nuestras burbujas. Acordar y disentir en conversaciones que no sean inmediatas sino que tomen tiempo, no necesariamente por lo extenso sino por lo pensado y planeado. Acordar y disentir en conversaciones en las que nos podamos aburrir, negándonos a que todo tenga que ser con la sangre hirviendo.
La conversación exige ser diseñada, tanto como pensamos los argumentos que llevemos a la mesa. En la forma innovadora con la que nos encontremos está la clave para acceder a las palabras nuevas, esquivas u olvidadas que andamos buscando.