En la historia de la cultura hay personalidades, de todas las vertientes de pensamiento y aplicación, que deben ser consideradas como referentes en la educación de las sucesivas generaciones. Suelo ocuparme de ellas tanto en mis lecturas, en los diálogos, en estas columnas y en las sesiones de mi Cátedra Aleph. Ahora me referiré a Don Pedro Lastra (n. 1932), eminente académico chileno, profesor/investigador, escritor en poesía y ensayo; profesor emérito de la Universidad de Nueva York Stony Brook, con desempeños en literatura hispanoamericana. Formado en sus comienzos en estudios de normalista para maestro de primaria y luego para docente universitario en letras. Sus primeras experiencias docentes las tuvo con niños en 1950, a quienes estimulaba con diversas modalidades en las artes.
Tuve la ocasión de conocerlo personalmente, tratarlo y entrevistarlo en Nueva York, en 2007 (cf. Revista Aleph No. 146, 2008). Aprecié su condición de ilustrado, con capacidad pedagógica en la comunicación, de prolífica obra escrita y publicada (unos 30 libros), promovida a nivel internacional. Miembro de diversas academias, con distinciones múltiples. La Universidad Javeriana, en Bogotá, publicó en 2023 una antología selecta de su poesía que comprende obra de 1954 a 2021. Su título: “Cuaderno de la doble vida”, con selección y prólogo de Marcelo Pellegrini. En el 2008 la Ed. Andrés Bello publicó sus obras selectas; en 2013, la Ed. Sibila publicó la Poesía Completa (1958-2013).
Una vez pensionado en Nueva York regresó a su país de origen donde se le asignó la dirección de la revista Anales de la Literatura Chilena (entre 2009 y 2021), pero con viajes internacionales frecuentes en compromisos de lecturas y conferencias, sin abandonar las visitas a NY, con peregrinaje por museos, en virtud de su afición temprana por las artes, con gusto permanente por la música, puesto que de niño aprendió a tocar el violín.
Hay una elegía que dedica a la memoria del escritor chileno Ricardo Latcham (1903-1965), muerto de manera inesperada en La Habana, a temprana edad, cuando participaba como jurado en el Premio Casa de las Américas. Lo recuerda en conversaciones, con exaltación de su amistad con los libros, protegido por estos, de biblioteca nutrida, con vida en ella en especie de tierra prometida. Exiliado en tiempos de dictadura, la biblioteca se esfumó, sin que sus amistades pudieran salvarla. Lo recuerda como lector asiduo que tomaba con juicio las notas, en especie de levantar una torre de palabras. En su condición, Lastra dice: “… Entonces/ el discípulo y el maestro seguirán dialogando:/ yo igualaré su edad,/ aunque no sus saberes de este mundo y del otro.”
En otra elegía recuerda a Javier Lentini (1929-1995; médico español, de Barcelona, poeta, editor, traductor, crítico y asiduo viajero), a diez años de su muerte, en larga amistad de conversaciones asiduas con alusión a otros, presentes e idos, con apego a la memoria, a la manera de un calidoscopio fiel a la realidad, en solo un instante, con los deseos de poesía, viajes y buen vino, pero “el calidoscopio se movió más a prisa/ cambiando las imágenes,/ y es ahora un espacio donde ya no te encuentro.” 
La poesía de Pedro Lastra tiene humor, ironía, gozo, capacidad de diálogo con el pasado y con la fantasía; se sobrepone al catastrofismo, con fidelidad a la vida de vivirla y aprovecharla, con sentido de compartir con alumnos, amistades polifacéticas e internacionales y en especial con la intimidad en sensibilidad y pensamiento creativo. El sentido de la desolación no le es ajeno. Al recordar a otra de sus amistades, Omar Cáceres, con alusión a la despedida del auriga de la noche, en sintonía con días venideros que a su vez enuncia como ovejas en la boca del lobo, a la espera con simulación de dormir en vecindades otras.
A Irene, amor de su vida, le dedica poema memorioso, con recuerdos en palabras como sueños, la recolección de piedrecillas por el bosque con la identificación de sus nombres originarios, con la música del tiempo que identifica en ella y el significado del propio autor al sentirse extraviado en el lugar, sumido en el espejismo de la casa y el bosque. Representa la rosa de un sueño que será el cuerpo de ella, con latido en cada uno de los sentidos del poeta.