En el Museo Carnavalet de París se expone la historia de la ciudad y se relata en detalle la cronología de la Revolución Francesa, que nos legó, entre otras cosas, los derechos del hombre y del ciudadano. Sumergirse en el relato de una revolución que duró 10 años y fue el motor de seis décadas de luchas contra monarquías e imperios es un recordatorio de lo arduo que resulta establecer derechos y avances sociales, pero también de la rápida forma en que pueden ser desmontados por regímenes totalitarios.
Los ecos de esa batalla entre libertad y absolutismo vuelven a retumbar en el mundo. Las banderas del fascismo ondean públicamente con mayor fuerza y las voces discriminatorias que antes temían expresarse hoy propagan de forma más efectiva sus mensajes de odio y exclusión abiertamente.
Los símbolos y hechos son extendidos y atronadores. Grupos y líderes políticos que son abiertos defensores de dictadores, genocidas y paramilitares, al tiempo que niegan el cambio climático, justifican la violencia machista, desconocen los derechos de los trabajadores e intentan marginar a las diversidades sexuales, avanzan social, mediática y electoralmente. Además de las marchas y los mítines en las calles, y los micrófonos abiertos en redes y medios, la extrema derecha avanza por la puerta abierta por Bush Jr., Uribe, Trump, Bolsonaro y otros en el pasado. Acicalados y sonrientes, hoy se pasean por pantallas, tarimas y gobiernos,Vox en España, Nuevas Ideas en El Salvador y el Centro Democrático en Colombia, entre otros.
Y el riesgo no está solo atado a las preferencias o complacencias de los ultraderechistas. El gran peligro radica en que estos grupos y personajes están dispuestos a hacer lo que sea necesario para imponer su idea de mundo y sociedad como un mandato público, como un código de conducta universal. De ahí que cuando el fascismo llega a los gobiernos derogan y aprueban normas, y ejecutan una multiplicidad de acciones para demonizar a los trabajadores, deshumanizar a los migrantes, cosificar y restarle agencia a las mujeres, criminalizar a la comunidad LGBTIQ+, legitimar regímenes coloniales y censurar la libertad de expresión.
Mientras claman perseguir fines nobles, figuras como Bukele, Uribe y Abascal anhelan apropiarse del poder del Estado para construir un país y una sociedad a su imagen y semejanza.
Reflexionando sobre un personaje admirado por muchos de estos tiranos actuales y lamentándose por los efectos morales y físicos de la tiranía, George Orwell resaltó en “Fascismo y Democracia” (una serie de ensayos escritos durante la Segunda Guerra Mundial) que la mezcla de posverdad, precariedad, ignorancia y ambición fue en parte la culpable del ascenso de Hitler y el nazismo. Orwell expresó que “el totalitarismo ha abolido la libertad de pensamiento hasta un punto inaudito en cualquier época anterior”, refiriéndose al retroceso de siglos que significó el ascenso del nacional-socialismo alemán y la posterior segunda guerra mundial.
Ante estos riesgos, decir no, oponerse, llamar las cosas por su nombre y resistir es muy importante, pero no es suficiente. La amenaza del fascismo implica activar una doble lucha por la democracia. Aunque reconocemos que es insuficiente y precaria, debemos aceptar que es mejor que el totalitarismo. Pero mientras aceptamos esa realidad, debemos hacer esfuerzos por transformarla y profundizarla, no solo a través de narrativas y discursos, sino también impulsando cambios y mejoras en la vida de la mayoría de los ciudadanos.
La reflexión de Orwell y la historia que los franceses escribieron para gran parte del mundo demuestran que los derechos se ganan y se mantienen luchando con determinación y formulando alternativas que luego creen nuevas realidades.
El reto es urgente y complejo: detener el fascismo y construir una democracia transformadora.