Con gran preocupación he venido observando que los colombianos tenemos un enemigo común que nos está impidiendo avanzar en la construcción de una sociedad más justa, incluyente y en paz. Me refiero al discurso de odio, ese lenguaje que, expresado en todas las formas y plataformas posibles, es utilizado por los diversos extremos ideológicos y políticos para descalificar, discriminar, ofender, difamar o atacar a quien considere su contrario.
Especialmente en el ámbito político, esta práctica se ha vuelto una estrategia a la que cada vez se acude más sin importar si se falta a la ética, a los valores o ideales que nos constituyen como sociedad; incluso, sin reflexionar a profundidad si se va más allá del concepto de la libertad de expresión, al desinformar o crear narrativas con verdades a medias.
En esta dinámica de ataques y defensas hay algunos que, en su deseo de sembrar odios y miedos, pretenden pintar las calles como espacios exclusivos de un sector ideológico o de ciertas clases económicas. Pero, en una sociedad democrática como la nuestra, la calle es de todos.  Y cuando hacemos un recorrido por ese país cotidiano, el que habita las calles, descubrimos que la realidad es muy diferente. 
Es así que nos encontramos con hechos y situaciones tan admirables y heroicas como la de los niños indígenas que se perdieron en la selva y que lograron sobrevivir y ser rescatados, en medio de condiciones tan adversas, gracias a su fortaleza, resiliencia e inmenso amor de hermanos.  Una historia como esta sólo nos puede generar unión, respeto ante una niña que tuvo la valentía de cuidar a los suyos, porque es precisamente a partir de la unión, el respeto y el amor, como podemos construir sociedad y salir adelante. 
En mi opinión, la realidad colombiana no puede estar mediada por el discurso de odio, sino por la lucha diaria del ama de casa que madruga todos los días a hacer un café para los suyos y luego salir a ganarse el sustento para su familia; por la realidad del campesino que sin descanso ara la tierra para cosechar los frutos que servimos en nuestras mesas o por la del empresario o comerciante que buscan hacer crecer día a día su negocio. Todos ellos están movidos por un sentido de fraternidad y humanidad para salir adelante y alcanzar sus metas.
Son millones de colombianos que no son ni de izquierda ni de derecha. Son ciudadanos que se levantan todos los días a producir para el bienestar de los suyos y del país; personas que necesitan que desde el Estado surjan políticas construidas en consenso para solucionar sus necesidades reales: de economía, de empleo, de seguridad, de educación, de salud, entre otras. 
Por el contrario, con el discurso de odio solo obtenemos destrucción. Por eso, ante esta estrategia debemos tener como respuesta la fraternidad, que no es más que ser capaces de reconocer aquellas cosas que nos unen, y de humanidad, que significa ponernos en los zapatos del otro. Nadie espera que todo el mundo piense igual, pero debemos ser capaces, como sociedad, de determinar cuáles son esos aspectos que nos convocan, que nos unen para avanzar, para construir, para tener bienestar
Necesitamos superar el clima político de polarización, de los odios y de los extremos. Debemos entender que nuestro real enemigo a vencer es la corrupción, la desigualdad, el desempleo, la injusticia social, que nos aquejan. Y para encontrar soluciones debemos establecer un diálogo franco, en el que prime el interés general sobre el particular. 
Paremos ya los discursos de odio. Quien siembra odios recoge tempestades, quien siembra amor cosecha progreso. Por eso mi invitación es a que desde la posición en que nos encontremos, ya sea un líder político o un ciudadano común, no le hagamos el juego a esta abominable práctica. Es el momento de actuar con grandeza, de actuar con fraternidad y humanidad, de expresar todo lo que tenemos en nuestro corazón para construir lo bueno de la Colombia que viene.