Hace tres décadas, en 1993, tuve la alegría de ser invitado a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que por primera vez estaba dedicada a Colombia. En aquel entonces era más íntima y confidencial y los invitados estábamos hospedados en un hotel modesto del centro de la capital tapatía, por lo que uno podía visitar fácilmente los grandes monumentos, cantinas y sitios históricos de esta bella ciudad y regresar a tomar la siesta.

Era tal el carácter casi familiar de la Feria, que a mí me tocó conseguirle hospedaje a Manuel Mejía Vallejo y Fernando Cruz Kronfly, quienes llegaron con un día de anticipación y estaban consternados porque nadie les ponía atención y les iba a tocar pasar la noche en los sofás del lobby de ese hotel. De inmediato me puse manos a la obra con los organizadores mexicanos y logré después de muchos forcejeos conseguirles la única habitación disponible: una que sólo tenía cama matrimonial.

No sé cómo se las arreglaron estos dos grandes narradores colombianos, pero creo que les fue bien, en especial a Manuel Mejía Vallejo (1923-1998), un hombre encantador, sencillo y generoso que ya estaba muy enfermo y que sin duda encontró en Cruz Kronfly un gran cómplice. La delegación, en la que estaban también presentes Fernando Charry Lara, Juan Manuel Roca, William Ospina, Juan Carlos Botero, Darío Ruiz Gómez, Oscar Collazos, Fanny Buitrago, Jaime Mejía Duque, R.H. Moreno Durán y Germán Espinosa, entre otros, caminaba en banda por las calles de Guadalajara como si se tratara de una vacación de escolares, mientras al ganador del prestigioso Juan Rulfo, el gran Eliseo Diego, se le veía en el lobby fumando plácidamente su tabaco, rodeado por amigos cubanos admiradores del grupo Orígenes. El escritor Hernán Lara Zavala fue uno de los anfitriones más calurosos en aquella y otras ocasiones.

El criterio básico para asistir era la obra literaria y no sólo el hecho de pertenecer a un clan o ser el “gallo” de alguna gran editorial y por eso a mí me tocó caminar con el ya fallecido y gran narrador venezolano Salvador Garmendia y con otro venezolano, José Balza, que realizaban una literatura que hoy no suscitaría las primicias del poder editorial y que asistían pese a no tener novedades. Garmendia y yo nos escapábamos de las sesiones dedicadas a la “industria” y “estrategias de marketing” y “técnicas para lograr el éxito” para irnos a ver los murales de Orozco o los colores desbordantes del mercado de Guadalajara, con sus cabezas de reses sanguinolentas expuestas al lado de frutas de todos los colores.

De aquellas ferias artesanales solo queda el recuerdo pues las de hoy no tienen casi nada que ver con esa alegría de Salvador Garmendia y de Manuel Mejía Vallejo, o los chistes de Moreno Durán o la sencillez de los cubanos del grupo Orígenes y sus discípulos alrededor de Eliseo Diego y García Márquez en un coctel casi familiar cuando la FIL Guadalajara apenas empezaba.

Ahora todo mundo va de prisa bajo los reflectores en ferias donde todo o casi todo es vanidad, competencia, dinero, intrigas y estrellas impulsadas por los grandes consorcios multinacionales que los inflan con propaganda y después los defenestran en el olvido si no hacen mover la caja registradora. Ahora los autores centrales de las ferias internacionales son por los regular estrellas televisivas, políticos famosos, youtubers o criminales de leyenda.

La delegación colombiana en esa Feria del Libro era exigua y como siempre ocurre se lamentaron las ausencias, pues la verdad es que en cada país hay tantos autores que sería imposible invitarlos a todos. Si mal no me acuerdo en esa ocasión estuvo como concertista Carlos Vives.

En ese entonces residía en México y acababa de publicar El viaje triunfal, ganadora de la Beca Ernesto Sábato de Proartes en Colombia y pertenecía a esa afortunada generación de menos de 39 años, edad a la que todo el mundo mira con benevolencia a los escritores promisorios.

Ahora que celebramos el centenario de Manuel Mejía Vallejo es grato rememorar sin duda a esos escritores caminantes colombianos y latinoamericanos que gozaban gracias a la literatura, comandados por el autor de tantas novelas maravillosas como El día señalado, Aire de tango y La casa de las dos palmas.

Sin olvidar al venezolano Salvador Garmendia, el autor de Memorias de Altagracia, quien nació en Barquisimeto en 1928, y murió en 2001, dejando una vasta obra y una leyenda. Con su luenga barba y su rostro de personaje de novela de Dostoievski, él captaba fascinado la fuerza de Guadalajara y del Estado de Jalisco, tierra de grandes mariachis y de autores tan geniales como Juan Rulfo, Juan José Arreola y Fernando del Paso.