¿Cómo ponerle título a esta locura? ¿A esta aventura desenfrenada de la Copa? ¿Este triunfo inapelable, que se liquidó con estrechez, como resultado injusto, que se cocinó como goleada y no logró la dimensión esperada, por ausencia de puntería?

Dayro desatado, volcánico, impredecible, para liderar con sus goles al Once Caldas coherente, en el exigente juego en la cúspide del mundo, en el que fue mejor que el rival y al que dominó a placer. Parecía el dueño de casa.

Victoria con simpleza. Con trámite generoso en el esfuerzo, sin aceleraciones innecesarias, en alianza con el balón que corrió preciso, en combinaciones de pases, sin desgastes irracionales de los futbolistas.

Dominó el Once el partido, sin intimidarse frente a la ausencia de oxígeno, la brisa feroz o la lluvia hostil, con ambición de principio a fin.

Estaba Dayro, el indescifrable goleador, el paseante nocturno, foco de controversias, ídolo, en sintonía con el gol, para dominar con destrezas y efectividad en la ejecución y liderazgo en la victoria.

El perfume de su apetito goleador, sumado al sudor y el talento del grupo compacto que se movió alrededor, especialmente Mateo García, Iván Rojas y Jorge Cardona, claros e infatigables en el juego y Alejo García, con Juan Cuesta y Juan Patiño, con influencia desde su rapidez mental y física.

Ganó el Once sin sufrimientos, sin mirar de reojo el reloj, con el balón en movimiento, con el partido a su favor.
Impecable el Arriero Herrera, con el fútbol y el juego, elegidos. Como el médico Gustavo Vinasco con su planificación para jugar con naturalidad en la altura y el entrenador físico Camilo Quintero, con su óptima preparación para hacerlo sin desfallecimientos.

En la cumbre donde tantas estrellas del fútbol se hicieron invisibles. Donde sucumbieron sin vergüenza muchos equipos y futbolistas poderosos.

El Once, con su grupo compacto y decidido, ambicioso y comprometido, demostró que no solo con sonrisas, con promesas, con selfis, se ganan los partidos.

El Once, 100% actitud, 100% fútbol, 100% huevos.