Hace dos años escribí un artículo sobre mi primera experiencia con ChatGPT. Lo describí como una herramienta que, al igual que las grandes revoluciones tecnológicas del pasado, abría un universo de posibilidades para quienes se atrevieran a explorarla. Hoy, la inteligencia artificial ha evolucionado enormemente: ya no es solo un asistente curioso, es una herramienta transversal en nuestras decisiones personales y profesionales.
Muchos han descubierto su potencial para automatizar tareas repetitivas, mejorar procesos y analizar información desde múltiples ángulos. Pero también han caído en una trampa silenciosa: Permitir que piense por ellos. Esa es quizás la amenaza más grande que enfrentamos. Automatizar, sí. Delegar el pensamiento, no.
El cerebro que creó esta herramienta no puede rendirse ante ella. Cuando dejamos de analizar por cuenta propia asfixiamos la curiosidad, adormecemos el criterio y dejamos de hacernos preguntas. En ese punto, ya no usamos la IA, es ella la que empieza a usarnos.
Claro, hay casos donde la IA ya supera al humano en eficiencia -por ejemplo, en la lectura de imágenes médicas para detectar cáncer-, pero aún no tiene algo que nos define como especie: La curiosidad. Si algún día la desarrolla, tendremos que adaptarnos de otra forma. Mientras tanto, no podemos renunciar a pensar.
Lo preocupante no es que la IA avance, sino que nos acostumbremos a no cuestionar. Que nos volvamos ejecutores sin criterio, fáciles de reemplazar. Usar la IA debe ser como hablar con alguien brillante: útil, pero siempre con la obligación de verificar, interpretar y aplicar con juicio.
Hace poco, un CEO recibió la solicitud de dos gerentes para contratar personal adicional. Su respuesta fue simple: antes de aprobar, verifiquen si estas tareas pueden hacerse con IA. Ese escenario se repetirá cada vez más, especialmente en sectores como servicios, tecnología, finanzas, logística o educación.
Lo que está en juego no es solo nuestra productividad, sino nuestra relevancia. Si no cultivamos pensamiento crítico hoy, mañana seremos espectadores de un mundo que decidimos no entender. La inteligencia artificial va a crecer, pero el cerebro humano -ese órgano perfecto- seguirá siendo insustituible si no renunciamos a pensar.
La invitación es clara: usemos la IA para pensar mejor, no menos. Con ética, con conciencia y con propósito.