Hace 39 años, en 1986, en el Hospital de Caldas y la Universidad de Caldas prestábamos los servicios de Urgencias cuatro ortopedistas. En el Hospital nos pagaban 80 mil pesos.
Como no teníamos residentes, el trabajo que era muy intenso lo hacíamos nosotros, por esa razón le pagábamos a un quinto; cada uno le daba 16 mil pesos.
Nos reunimos con el director del Hospital para que nombraran el quinto y lo pagara el centro asistencial. Nos respondió que le gustaría, pero que los nombramientos dependían directamente del Ministerio, razón por la cual no podía hacerlo.
Nos reunimos para decidir qué hacer. Propusieron dejar de atender a los pacientes de lo que en esa época se llamaba “Caridad”, pero seguir atendiendo a los del 4.° y 5.° piso que eran los particulares o los de seguros médicos.
El argumento era decir que no había instrumental para la especialidad, que nunca se renovó desde la inauguración del Hospital. Yo no estuve de acuerdo. Si lo que había servía para los particulares, servía también para los de “Caridad”.
Dije, paremos para los particulares, que se irían para otras clínicas en las que ellos mismos los atenderían y tratáramos a los de menos recursos; o que paremos para todos. Dijeron que no.
Entonces me pidieron que firmara la carta de renuncia de todos al Hospital. Yo no la firme. Me dieron unas palmaditas en la espalda, anuncio de las puñaladas traperas que se me vendrían.
Ese problema dura en un hospital universitario tres días máximo. Duró siete años, en los cuales yo comencé a realizar el trabajo que hacíamos todos. Eso obligaba a trabajar los siete días de la semana, con disponibilidad de 24 horas.
La guerra que me declararon fue infernal, no tenían recato alguno, trataron de pararme con maltrato y descrédito, pero no lo hice. Era una cuestión de dignidad y de simple sentido humano.
Curiosamente, sin yo haber renunciado, me dejaron de pagar el salario y la seguridad social. Con mi otro trabajo me sostenía, hasta que renuncié y pasé muchas dificultades.
En esa época los pacientes llevaban los materiales que se les pedían para la cirugía. Hubo uno de columna que fue suspendido por gripa y su material fue guardado por la secretaria del quirófano.
Un día me llamó el jefe del Departamento de Cirugía, mi “amigo”, hablamos pocos minutos de otros asuntos, hasta que me entregó una bolsa con los materiales del paciente, porque reformarían el quirófano. Yo lo cogí sin malicia, pero me pareció pesado, lo detuve, vacié la bolsa y estaban los pocos elementos de la cirugía y una cantidad de instrumental que había metido. Me puse iracundo, le dije hasta misa, le tiré la bolsa y me fui.
Si no hubiera sospechado, en la entrada del Hospital me habrían detenido, acusado por robo, lo que permitiría volver a trabajar a los otros. Solo un miserable podía hacer eso.
En el Hospital trabajaba un cirujano vascular que llegaba a las 5 de la mañana, evaluaba a los pacientes, los revisaba y los formulaba; era incansable, callado, con una formación excelente que había tenido en la U. de Antioquia.
Trataba a los pacientes con ética y decoro y les prestaba un magnífico servicio, siendo profesor destacado para los residentes de Cirugía.
Siempre fue honesto e incansable, sin hacer aspavientos, ni ufanarse por su excelencia académica y profesional. Hoy un poco enfermo, está retirado del ejercicio activo, pero es un hombre que no ha perdido la dignidad que siempre tuvo.
Estoy hablando del doctor Zamarino Jaramillo, una institución en el arte de la cirugía vascular periférica.
Personas como él, dignas, honestas, pulcras, son merecedoras de todo el aplauso y el reconocimiento de una sociedad a la que sirvió sin límites. El legado a los que con él aprendieron es un verdadero tesoro en el arte de la Medicina.