Hace muchos años ya, en la década del 40, una joven de Manizales estudiaba en un colegio como interna en Bogotá. Mi padre la conoció y comenzaron un amorío que se expresaba a través de las rejas del colegio en el que ella estaba.
En esa época, las relaciones eran mucho más difíciles que ahora, cumpliendo por supuesto unas normas sociales que hoy no son exigidas.
Cuando ella salió a vacaciones, volvió a Manizales al hotel de su familia. Mi padre quedó de ir a visitarla. En efecto él fue al entonces aeropuerto de Techo, para ir a verla, pero el tiempo y las condiciones de aquella época interrumpieron el vuelo que fue cancelado, razón por la cual él no pudo ir ese día. Lo hizo días después.
Cuando llegó, la madre de la joven estaba disgustada con él y se originó una situación que dio por terminada la relación. Mi padre siguió su viaje y ella se quedó en Manizales.
Había sido reina de todo. La conocí con la referencia de “la 7 coronas”. Era una mujer inteligente, disciplinada y bellísima. Su familia la envió a los Estados Unidos, donde aprendió inglés y enseñaba español. Conoció al que sería su esposo, un hombre estadounidense de apellido Eckert. Tuvieron 2 hijos, un varón y una niña, con un hogar bonito y bien llevado, en el cual los dos trabajaban.
Un día el hijo cumplió 18 años. Como era costumbre en Estados Unidos, a esa edad los hijos comenzaban a defenderse en la vida. Entonces su padre dejó de ayudarle, el joven salió de la casa para comenzar a realizar su propia vida. Su esposa, con costumbres colombianas, no estuvo de acuerdo y ante la imposibilidad de cambiar la decisión, terminaron por separarse, para ella era un dolor muy grande que no podía soportar.
Volvió a Manizales con su hija, una joven que conocí desde cuando yo comenzaba mis estudios en la universidad. Vivíamos en El Torrear. Un día me llamaron porque la abuela se había caído y se fracturó una cadera, la atendí.
La señora me dijo que le recordaba a alguien que había detestado, porque hacía muchos años había dejado a su hija. Hablaba de mi padre, cuando le dije que yo era su hijo, se disgustó mucho. Termine tratándola y salió muy bien, hasta el día en que murió.
Su hija, emprendedora, compró un lote en Palermo, donde construyó una edificación que se convertiría en el hotel El Pórtico, que comenzó manejando ella y terminó bajo la administración de su hija, hasta que por la pandemia tuvo que ser cerrado. Hoy está funcionando en compañía con unos hoteleros que le dan muy buen manejo.
Hablo de Aura Gallego de Eckert, que con su hija Dianne, trabajaron sin descanso para consolidar su empresa. Pasé muchas tardes conversando con ella en el último piso del edificio, en donde tenía su apartamento. Era decente, jovial y culta. La recuerdo muy bien, en todo el esplendor de su vida.
Años después de la muerte de mi madre, mi padre se reencontró con ella, le enviaba flores en todos sus cumpleaños, hasta uno en que no las envió. Ella vino a saber que él había muerto tiempo después.
Aura Gallego de Eckert siempre ha sido una mujer digna, inteligente y trabajadora, que con su don de gentes y la ayuda incondicional de su hija Dianne Eckert Gallego levantaron con honestidad y esfuerzo su empresa.
Personas como ellas son dignas de admiración y respeto y merecen todo el aplauso y reconocimiento de una sociedad a la que le han dejado sus mejores acciones con una vida ejemplar y sin mancha, que puede servir de ejemplo para las nuevas generaciones.