Cuando el cardenal Jorge Mario Bergoglio se convirtió en el papa Francisco, aquel 13 de marzo de 2013, no solo sorprendió al mundo por ser el primer pontífice latinoamericano sino también por el nombre que eligió: Francisco. No era una simple elección simbólica. Era, y sigue siendo, un mensaje directo a los poderosos: la Iglesia debe mirar hacia los pobres.
El balance de sus doce años de un pontificado es complejo. Porque una cosa es la figura del papa, su carisma, sus gestos de cercanía, y otra muy distinta es el ritmo al que se mueve la institución que lidera. La desconexión entre el pensamiento de Francisco y la estructura eclesiástica no fue un asunto menor. La resistencia que se percibió desde adentro fue evidente.
La Iglesia Católica está presente en todos los espacios de nuestra sociedad. Por ejemplo, mi formación educativa estuvo marcada por instituciones católicas: la Escuela Juan XXIII y el Colegio San Pío X. Y si uno mira alrededor, hay colegios en cada rincón del país que llevan el nombre de papas, como Pío XII en Salamina, Neira y Villamaría. Curiosamente, en Manizales se le recuerda por su nombre civil: Eugenio Pacelli.
Ese mismo papa pasó a la historia, no por sus encíclicas, sino por su desastroso embalsamamiento. A su médico personal, Riccardo Galeazzi-Lisi un oftalmólogo sin experiencia mortuoria, se le ocurrió envolver el cuerpo en aceites, esencias y celofán. El resultado fue una explosión de gases en pleno cortejo fúnebre, un episodio tragicómico que hasta hizo desmayar a la Guardia Suiza. Aún hoy, se le recuerda como “el papa que explotó”. La historia del papado está llena de anécdotas bizarras, pero también de personajes que intentaron cambiar las cosas. Y Francisco fue uno de ellos.
Su estilo directo y hasta irreverente para los estándares vaticanos, incomodó. Lo demostró con frases como aquella donde les pidió a los sacerdotes ser “pastores con olor a oveja”. Y con su apuesta por una “Iglesia de la misericordia”, como tituló su primer libro en el 2014, evidenciaron que no se trató de simples palabras, sino de una intención de reforma, de revolución, como él mismo la llamó. Ochocientos años atrás había fallecido su fuente inspiradora, el Santo de Asís. A ambos los movía la causa de los pobres, enfermos y excluidos de la sociedad. 
¿Lo logró? Depende de dónde se mire. Como figura humana, su liderazgo y virtuosismo fueron admirables. Como jefe de una institución milenaria y resistente al cambio, su legado sigue en ciernes. Las preguntas son válidas y urgentes: ¿Qué acciones concretas ha tomado la Iglesia para erradicar la pobreza? ¿Qué tan franciscano ha sido su apostolado, más allá del nombre?
Porque al final, levantar la bandera del franciscanismo —de la pobreza, la humildad, la crítica al poder— fue un acto casi subversivo dentro del Vaticano. Tanto así, que quizá nunca volvamos a ver a un papa que se atreva a llamarse Francisco II. Y eso, aunque parezca insignificante, lo dice todo.