Cada año, cuando se acerca el 1.º de junio, me detengo a escribir sobre el Día del Campesinado. No es una fecha simbólica más: es un recordatorio legal y político del lugar que debería tener el campesinado en Colombia. Así lo reconoce el Artículo 64 de la Constitución y lo ratifica el Decreto 834 del 2022.
Este año, sin embargo, la reflexión no partió de una obra de arte como la de Alipio Jaramillo (Campesinos Caldenses, 1957) ni de un bambuco conmovedor como el de Ana María Naranjo (Paisaje Campesinero, 2024). Surgió en una presentación académica: el reciente lanzamiento del programa “Universidad Intergeneracional” de la Universidad de Caldas.
Allí, Pablo Jaramillo, director de la Fundación Lúker, y Camilo Vallejo, director de Manizales Cómo Vamos, alertaron sobre una realidad
demográfica preocupante: en Caldas mueren más personas de las que nacen. Si no se toman medidas, la población caldense podría estar en vía de extinción. Así de sencillo.
El problema no termina ahí. También existe una ostensible y silenciosa disminución progresiva del campesinado. Cada vez son menos quienes viven del campo. Y eso, más allá de lo demográfico y lo económico, pone en jaque algo esencial: la soberanía alimentaria.
¿Quién cultiva lo que comemos? Cada vez que compro tomates, papas, plátanos, yuca o cilantro, me hago esa pregunta. Y no tengo respuesta.
En Colombia, los alimentos frescos llegan al mercado sin trazabilidad visible. A diferencia de los productos ultraprocesados, en los que se especifica hasta el último aditivo, no sabemos de dónde vienen nuestras frutas, hortalizas o legumbres. Tampoco cuánto le pagaron al campesino que los cultivó si es que le pagaron. Y eso debería importarnos más.
Según la Gran Encuesta Integrada de Hogares (DANE, marzo-mayo del 2024), hay 6.3 millones de personas que se reconocen como campesinas ocupadas. De ellas, el 44% o sea unos 2 millones 801 mil se dedican a labores agrícolas, ganaderas, forestales o de pesca. Gracias a ese pequeño porcentaje es que Colombia puede alimentarse.
Aun así, seguimos dependiendo de las importaciones. Solo en marzo de este año, compramos 451 millones de dólares en maíz, casi todo proveniente de Estados Unidos. Eso quiere decir que esa arepa que creemos tan nuestra, en realidad, ya no lo es tanto.
La Cumbre Mundial de los Alimentos (Roma, 1996) definió que la seguridad alimentaria implica la preexistencia de tres factores: a) disponibilidad constante; b) calidad nutricional y c) pertinencia cultural.
Pero, ¿qué tan segura es nuestra alimentación si dependemos del exterior para lo básico? ¿Qué pasaría si, de un día para otro, una decisión política o comercial nos corta el suministro de maíz? ¿Con qué reemplazaríamos la arepa?
No estamos hablando solo de cifras o mercados. Estamos hablando de identidad, autonomía y futuro. Un país que deja morir su campesinado no solo pierde su comida: pierde su cultura, su territorio y su posibilidad de decidir sobre su destino.
Y si seguimos mirando para otro lado, quizá no habrá nadie a quien venderle arepas ni país que las necesite.