La convocatoria que les hizo el expresidente Álvaro Uribe a los antioqueños, de hacer una “vaca” para financiar la conclusión de unas obras de infraestructura en ese departamento, fue acogida de inmediato por el gobernador, Andrés Julián Rendón. Recogieron varios miles de millones de pesos y aspiraban a llegar a un billón. La razón, la impaciencia derivada de las reticencias, según ellos, del presidente Petro de autorizar recursos nacionales ya comprometidos para concluir varios proyectos viales en esa región. Lo primero que habría que aclarar es que estas obras no se reducen a favorecer únicamente a Antioquia: ellas permitirían una comunicación mucho más rápida y eficiente entre el occidente colombiano y la costa caribe. Su impacto es nacional y le pega directamente el PIB.
Convocar a la ciudadanía a que se vincule a este tipo de procesos no es asunto nuevo en Colombia. Lo hizo Antanas Mockus con excelentes resultados siendo alcalde de Bogotá y también Petro en su Administración. En ambos casos se animó el sentimiento cívico de los bogotanos que participaron de manera relevante. Yéndonos por las ramas como sucede en Colombia con recurrencia, nos hemos trenzado en azarosas discusiones jurídicas y no hemos dejado que los árboles nos permitan ver el bosque. Hasta el presidente Petro, mal aconsejado, saca un mensaje en X citando un artículo del Código Penal, para advertirle al gobernador de Antioquia que podría estar cometiendo un delito al organizar la recogida de las donaciones. El anuncio del Clan del Golfo sobre su decisión de donar, le echa más cebo al candil.
Como no se ha demostrado la incapacidad presupuestal del Estado, para acabar de financiar estas obras, fácil es suponer que hay cierta ojeriza del Gobierno central con el departamento de Antioquia. No faltan quienes aticen el fuego e intenten vender la idea de que eso es exactamente lo que está pasando; hay quienes piensan también que lo que aquí se presenta no es mas que otro alegato de una entidad territorial por más recursos nacionales. Gajes del centralismo, dicen. La discusión ha venido subiendo de tono: de parte del Gobierno nacional no hay explicaciones razonables y en Antioquia, la vaca sigue su marcha. Un conflicto de esta naturaleza es inédito en Colombia; el que nos faltaba de este rosario de conflictos irresolutos que plagan nuestra historia.
Desde hace muchos años, siglos quizá, no había sucedido en Colombia un desencuentro tan estrepitoso entre las élites regionales y el poder central. Esas élites por muchos años han convivido apaciblemente con este, (para lo bueno y también para lo malo). Como es un conflicto nuevo, no conocemos hacia dónde puede derivar. Lo único cierto es que afecta drásticamente la unidad nacional.
Hay circunstancias fácticas, coyunturales, que sin duda favorecen el surgimiento de conflictos de esta naturaleza: un presidente poco proclive al diálogo, que actúa con cierto tufillo vindicativo frente a ciertos sectores que no les son muy afines, que se desborda en sus intervenciones públicas muy a menudo, y que tiene unas posturas ideológicas poco flexibles, por ejemplo.
Si este fuera un país con autonomía de sus entidades territoriales, el peligroso conflicto al que estamos asistiendo ahora, no hubiera ocurrido: una región como Antioquia no dependería del voluntarismo de un presidente de la república para ejecutar sus obras de desarrollo: planificaría su futuro sin pedirle permiso a nadie, solo a sus ciudadanos; sería, más dueña de su destino.
Esta semana en el Congreso se oyeron muchas voces apoyando a Antioquia, y en la misma línea, se trajo a cuento la pérdida de los Juegos Panamericanos para Barranquilla. Ambos episodios  reflejan, dijimos, la indolencia del Estado Central y la necesidad de reconfigurar el ejercicio del poder público entre este y los espacios geográficos subnacionales. Menos despotismo y más libertad son virtuosidades de un Estado con autonomía de sus entidades territoriales. La culpa en todo caso, no es de la vaca.