El país fue conmocionado el sábado anterior por el atentado contra la vida de un aspirante a la Presidencia de Colombia. La acción injusta, como toda violencia sucedida en Bogotá contra el senador.

La noticia se esparció por todas las vías de comunicación existentes. En un primer momento se informó de su asesinato; ello es una muestra fehaciente de la utilización de las modernas y populares emisiones que entregan, emiten contenidos de toda clase, y en innumerables veces carentes de verdad.

Parece inútil promover y exigir usar estos mecanismos de difusión, basados en realidades y no en simples supuestos o conjeturas o, peor, con intención alevosa para crear caos, desde todos los nichos.

Lo esencial del hecho fue la agresión grave contra una persona, independientemente de sus características en el mundo formal e informal de su entorno, cualidades, errores y relaciones del agredido. El acto pretendía su vil asesinato. Una bajeza como sucede con todas estas acciones.

El joven agresor capturado deberá responder por su acción ante la ley. Esta vez, de verdad, la investigación deberá ser exhaustiva y rápida, no simples promesas. Él tendrá su sanción, en concordancia con su edad, en caso de ser verificada plenamente su responsabilidad y la clase de ella.

Queda en el ambiente social el trato dado a este ataque, cuando miles de colombianos agredidos y hasta muertos, sucedidos en los últimos años, no han tenido el mismo despliegue por el respeto a la vida, y a veces se toma con una simpleza que provoca al menos desconcierto. Pasan los días y los agresores, tanto materiales como intelectuales o promotores, permanecen en la oscuridad.

La muerte violenta de otra persona, un líder o lideresa o simplemente un ciudadano, despierta diferentes reacciones que atañen a la familia o cercanos, jamás con la intensidad y alcance de lo sucedido el fin de semana. Todo aparece en distinta dimensión.

La vida es más grande que todo lo material mundano y variable. Pareciera que la vida de una persona tiene distintas connotaciones según las escalas establecidas arbitrariamente por los congéneres. La vida humana tiene igual valor, siempre incalculable. Nadie tiene derecho a finiquitarla por fuera de los mandatos que obligan a los seres humanos; inclusive se discute sobre la validez humana de la pena de muerte.

Toda persona es dueña, sin discusión, de su vida, tenga o no límite de bienes materiales o valores sociales y humanos, dentro del contexto de humanidad, aún sea agresivo; irresoluto con toda la gama de acepciones; comprometido física o mentalmente o con alteraciones en el comportamiento, natural o social.

¿Y los muertos por hambre, por ineficiencia del Sistema de Salud, por violencia familiar, por tráfico no prevenido, por violencia política o social, por venganza inaudita: por simple acción de otros seres humanos, por intolerancia y por todo aquello que sea un atentado a la vida; quiénes se acuerdan de ellos y defienden a sus cercanos?