Siempre ha habido personas “iluminadas”, a las que acuden despistados o confusos a consultarles acerca de asuntos que han de servirles para orientar sus vidas o tomar decisiones relacionadas con negocios, viajes o menesteres distintos. Como el vivo vive del bobo, desde tiempos inmemoriales existen personajes que presumen clarividencia, que son el recurso de incautos para orientarse en la vida o resolver dudas.

Famosas en la antigüedad fueron las sibilas del templo de Apolo y las sacerdotisas del Oráculo de Delfos. Este último ostentaba una advertencia sobre la puerta del acceso al recinto: Conócete a ti mismo, de cuyo enunciado escasamente se hace caso. Pacientes de sibilas y sacerdotisas contribuyeron a enriquecer las arcas de sus instituciones con generosas donaciones, que después fueron objeto de saqueo por la codicia de invasores y conquistadores romanos y musulmanes.

En Bogotá ofició de consultora en asuntos mentales y espirituales una señora oriunda de Antioquia, Regina Betancourt de Lizca, conocida como Regina 11, quien atendía en un local en el occidente de la ciudad, frente a la Clínica de la Paz, especializada en dolencias psiquiátricas. Desde tempranas horas de la mañana se formaban largas colas de personas que requerían de los consejos de la moderna sibila, previo el pago del valor de la consulta.

Los jugosos ingresos fueron suficientes para financiar Regina 11 tres aspiraciones presidenciales, crear su propio movimiento político y ser senadora de la República en varios períodos legislativos.

En planos más elementales, personajes de amplia solvencia moral son requeridos para orientar a otros en la toma de decisiones. En Pensilvania, Caldas, don Cándido Mejía Ángel tenía en sociedad con su hijo mayor, Mauro, un negocio de abarrotes y compra de café y era reconocido como acertado para predecir el estado del tiempo. A él acudió en una oportunidad un arriero para consultarle si iría a llover o no ese día, para decidir si cargaba una sal para San Daniel. Don Cándido le pidió que esperara un poco mientras recibía un café; salió a la calle limpiándose las manos en el delantal, se plantó en mitad de la calzada, miró el firmamento por todas partes y sentenció: “Eso depende del tiempo que haga”. Menos mal, don Cándido no cobraba la consulta.

Cuenta don Fabio Ramírez, docente emérito e historiador que, en su pueblo, Manzanares, Caldas, el estanco, donde se recaudaban los impuestos nacionales y se expendían licores, quedaba en la esquina de abajo de la plaza principal, sobre una pronunciada pendiente, que en tiempos idos era empedrada. En el mostrador del local el estanquero vendía aguardiente por copas. Los bebedores acudían ya entonados y, cuando el piso estaba mojado, alguno resbalaba y bajaba un buen trecho sentado, por lo que se decía que “iba de culos para el estanco”. La expresión ha trascendido para referirse a situaciones diversas cuando van de mal en peor.

En el estanco, el administrador de rentas terminaba de consejero de borrachos que le confiaban sus cuitas y buscaban orientación para superar dolencias económicas o sentimentales, lo que duplicaba las tareas del funcionario oficial.