La política, definida como el arte de gobernar, ha navegado por lagos apacibles y mares y ríos tormentosos, para que los pueblos disfruten de paz y prosperidad o padezcan conflictos sociales, guerras y calamidades diversas. Al frente de las comunidades organizadas siempre han estado conductores investidos de poder, alcanzado por condiciones de liderazgo sobresalientes, por la fuerza de las armas o por la capacidad de engañar, o la astucia, de los aspirantes a gobernar, para conquistar electores, en países que eligen democráticamente. 
La historia recuerda a Pericles (el siglo de Pericles) en la antigua Grecia. Éste fue un hombre sabio y muy rico, que encumbró a Atenas a los más altos niveles de grandeza y prosperidad, dejando un gran legado a la humanidad, que ha trascendido los siglos. En Colombia, la república liberal, entre 1930 y 1946, sacudió al país de la modorra de los 45 años de hegemonía conservadora, orientada por dirigentes progresistas, cultivados intelectualmente y de sólidos principios éticos, desprovistos de dogmatismos, tolerantes y conciliadores, que alternaban en sus ejecutorias el progreso material, con el apoyo y la gestión compartida con el emprendimiento, al tiempo que se modernizaba la economía y se optimizaban los recursos naturales y humanos. 
La paz era para ellos supremo bien de la sociedad, aunque esquiva en la realidad, como una herencia de la colonia que se mantuvo en la república; y la educación, “laica, obligatoria y gratuita”, que fue para los ideólogos liberales pilar fundamental para la superación individual y colectiva de la sociedad. Defendían los mandatarios liberales la democracia, sustentada en la separación de poderes y el respeto y reconocimiento entre ellos; y la voluntad del pueblo soberano de escoger gobernantes. 
Estos hechos ahora suenan a fantasía, pero fueron evidentes. La oposición política, durante los 16 años de historia nacional que nos ocupan, la ejercían con plenos derechos, desde el Congreso Nacional y demás cuerpos colegiados, representantes del poder popular, no ajenos a la violencia, que ha sido una constante en Colombia, por desgracia no superada. Los rezagos del fanatismo religioso, durante la república liberal, manipulaban las conciencias desde púlpitos y confesionarios, especialmente de las mujeres, que alguien llamó “faldas asustadas”.    
Ese estilo político, de personajes cuyos apellidos invocan los advenedizos populistas para señalarlos como causantes de todos los males nacionales, evolucionó con la globalización y la tecnología, que han borrado fronteras ideológicas, en detrimento de valores humanos, seduciendo a los ciudadanos con el esnobismo, la riqueza fácil y el consumismo.
En esa feria de antivalores ha caído la política, desatando un canibalismo que reemplazó las ideas, la filosofía; las propuestas de superación social y la cultura democrática, para imponer un canibalismo entre aspirantes al poder, que acuden a tribunales de justicia, redes sociales y medios de comunicación, sin escrúpulos, con vilezas y recursos en los que la mentira campea.