El hecho de haberse firmado un acuerdo de paz en el 2016, exitoso si se tiene en cuenta que significó la desmovilización efectiva de más de 13.000 guerrilleros, para que se reintegraran a la sociedad pacífica y productiva, y la entrega de sus armas, no implica que los delitos atroces cometidos por sus “comandantes” sean cubiertos con un manto de impunidad, cuando las víctimas han superado el miedo y la vergüenza y se atreven a denunciar públicamente, con testimonios escalofriantes.
Ahora, algunos de esos altos mandos subversivos son congresistas, cuyas curules fueron parte de las concesiones hechas por el Estado, con el límite de dos legislaturas, pero las atrocidades contra niños y adolescentes no han sido saldadas.
Como decía el filósofo artesanal, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. La gestión patriótica y humanitaria que adelantaron el Gobierno Santos y su equipo negociador para conseguir la desmovilización del grupo guerrillero identificado como Farc, fue saboteada por mezquindad política y, peor aún, por malquerencias personales, desconociendo los gestores del hecho el interés general de los colombianos.
Los recursos presupuestales reservados para apoyar a los desmovilizados se desviaron a menesteres como la publicidad oficial y se desató una persecución criminal contra quienes aspiraban a una vida en paz junto a sus familias, centenares de los cuales han sido asesinados. La persecución frustró iniciativas de emprendimiento, especialmente agrícola, a los que se dedicó la mayoría de desmovilizados, lo que nadie puede reclamar como un triunfo.
La consigna de “hacer trizas” el proceso de paz, inspirada en acres sectarismos de oligarcas ultra godos, hizo carrera, en detrimento de la convivencia pacífica, mientras sus inspiradores tomaban whisky y asumían poses de dignidad social.
Como se truncó el proceso pacificador, aparecieron nuevos movimientos guerrilleros, liderados por quienes traicionaron el acuerdo; y los altos dirigentes que permanecieron, disfrutando de las curules parlamentarias, se hicieron los pendejos con la reparación económica de las víctimas y quieren eludir la responsabilidad judicial que les corresponde por el trato ignominioso que les dieron a los menores reclutados, arrancados por la fuerza a sus familias.
Pese a la aspiración humanitaria y al derecho constitucional de la paz, que motivan a colombianos ajenos a intereses políticos, la triste realidad es una continuidad de violencia, en la que la maldad supera los principios morales y los deseos de bienestar social de la gente de bien, que les han sido negados.
Quienes destruyeron el acuerdo de paz firmado en el 2016 aspiran a volver a gobernar, para satisfacer su apetito de poder y alimentar las vanidades de aristócratas demodé. Nuevos guerreristas, doblados de narcotraficantes, desde la ilegalidad engatusan al Gobierno con diálogos de paz infructuosos.
Y, mientras tanto, la cúpula desmovilizada, incrustada en el establecimiento, pretende ocultar crímenes atroces con dignidad tardía.