Dos cosas distintas son la vocación de servicio, el liderazgo, la búsqueda de solución a cuestiones vitales de la sociedad desde las instancias del poder, que en algunas personas es un asunto nato, instintivo, y otra distinta la ambición de gobernar por considerar un burócrata de carrera o un exitoso empresario privado que gobernar es la culminación de su trayectoria por diferentes cargos oficiales o, en el caso del empresario, el premio mayor a sus resultados, que no trascienden el ámbito de su círculo personal.
Grandes estadistas, que han dejado impresas en las mejores páginas de la historia universal su exitosa trayectoria y sus trascendentales ejecutorias, no necesariamente han sido personas vinculadas por mucho tiempo a actividades gubernamentales ni exitosos banqueros o industriales.
El liderazgo es flor exótica que aparece cuando menos se espera y donde menos se piensa, ejercido por personajes de procedencia diversa, como las aulas escolares y el surco campesino (Abraham Lincoln) o los refinados salones de la aristocracia (Winston Churchill).
El fenómeno se ha presentado en distintos escenarios universales, incluida Colombia, país donde los más caracterizados líderes han procedido de canteras diversas, destacándose la cátedra universitaria y la intelectualidad desde el periodismo, sin excluir el empresariado, este último escaso.
El liderazgo eficiente y constructivo comienza con la capacidad de un individuo para formar equipos de trabajo, porque una cosa es tener una visión universal de los asuntos de variados matices que atañen a una comunidad diversa, dispersa y multicultural y otra ser experto en temas puntuales, como salud, educación, infraestructura, relaciones internacionales, productividad, macro y micro economía, agricultura, minería, medio ambiente, ciencia, deporte y cultura, los más frecuentes, y otra considerarse un mandatario omnisapiente y omnipotente, además de superdotado, para decidir sobre todos los aspectos que afectan a la población bajo su custodia por mandato constitucional, relegando a sus ministros y altos directivos a simples funcionarios operativos, que cumplen órdenes y sus decisiones pueden ser desautorizadas.
En estos últimos casos, quienes tienen carácter renuncian y los pusilánimes agachan la cabeza con vergonzosa sumisión. En concreto, el ideal es un gobierno conformado por un equipo de expertos capaces y autónomos, bajo la conducción de un líder con visión temática universal, humanista, sabio y carismático, que infunda más respeto y acatamiento que temor.
El análisis del desempeño que debe tener un buen gobierno no requiere de relatos anecdóticos de personajes que lo han ejercido; lo razonable es priorizar lo que debe ser sobre lo que fue. Esto último es historia que necesariamente debe tenerse en cuenta, con una visión pedagógica, antes que disculpa o crítica por incapacidad de actuar.
La mediocridad de los responsables de conducir a una nación se mide por la costumbre de culpar a los antecesores de problemas que deben solucionar. Lo razonable es aplicar acciones prácticas y oportunas, legal e institucionalmente posibles. Es decir, obrar con eficiencia y generosidad, sin agitar banderas de odio y evitando lanzar consignas desafiantes, mientras los males prosperan.