El papa Francisco dejó muchas enseñanzas, algunas de ellas enmarcadas en un sentido del humor inteligente y amables sonrisas, cuyos efectos garantizan la permanencia en el tiempo, porque las cosas dichas o hechas con gracia tienen un pegante que las adhiere a la memoria; entre otras cosas, porque es grato recordarlas.

Hieráticos con poses de seriedad rechazan los toques graciosos que estadistas, autores, artistas y prelados les dan a sus expresiones y actitudes, y les restan méritos, con lo que sólo consiguen hacerse a la antipatía, o al desconocimiento, de auditorios, lectores y espectadores.

Escritores que pretenden integrar un boom literario descalifican a autores que dejaron en sus obras una deliciosa impronta de humor fino, por considerarlos livianos, intrascendentes.

En esa categoría ubican a Mark Twain, genial novelista estadounidense, cuyas aventuras de Tom Sawyer, que discurren por la cuenca del Mississippi, se recuerdan con admiración y sonrisas renovadas; y, en Colombia, a Rafael Arango Villegas escritores paisanos suyos, caldenses, lo desprecian por considerarlo campechano y parroquial. Lectores habituales, en cambio, lo recuerdan con admiración y lo releen con renovadas sonrisas.

Francisco, con sus actitudes sencillas y humanitarias, conquistaba afectos y ejercía una pedagogía apostólica más efectiva que los sermones con citas bíblicas, algunas en latín, y amenazas con castigos eternos.

Émulo del santo de Asís, modelo de humildad y generosidad, además, pionero de la protección del medio ambiente, defendía al hombre por ser criatura de Dios, con todas las condiciones de su naturaleza humana, muchas de las cuales rechaza la sociedad pacata por considerarlas pecaminosas. Los fundamentalistas buscan las culpas en la conducta de los demás y la excelencia en la propia, que es la forma más elocuente de la hipocresía.

Esa fue la tarea de la Inquisición, instaurada por la monarquía española con el aval de la jerarquía católica, para castigar supuestas herejías con métodos atroces, en sofisticadas salas de tortura.

Una herejía podía ser discrepar de dogmas dictados por “doctores”, que los sabios desmintieron con argumentos apoyados en evidencias científicas. Ese fue el caso de Copérnico, el astrólogo que descubrió que la tierra era redonda.

Los dogmas cristianos aseguraban que era plana y que el centro del universo era Jerusalén; y agregaban que, después de las columnas de Hércules: El Atlas, en África y el Peñón de Gibraltar, en Europa, al final del mar Mediterráneo terminaba el mundo en una cascada insondable.

Con Copérnico casi hacen los inquisidores un asado público, por lo que se retractó. Un tiempo después la tesis la sostuvo Galileo Galilei, quien demostró que era cierta.

A la larga, la teoría de la redondez de la tierra dio sus frutos, cuando los sarracenos taponaron el paso de Occidente a Oriente por el Bósforo y navegantes como Colón lo intentaron dándole la vuelta a la tierra, navegando por el occidente.

Casos como el de los inquisidores son evidencias del fanatismo perturbador, enemigo del sentido común y ajeno al buen humor, usado por satrapías y religiosos irracionales de diferentes credos.

El genuino espíritu cristiano de Francisco, el abrazo afectuoso, el gracejo oportuno y la sonrisa amplia, son su más valioso legado a la humanidad.