La federalización político administrativa de un país extenso y diverso es lógica y necesaria. Lógica, porque las regiones tienen características socioeconómicas diferentes, asunto que está suficientemente analizado; y cultura e idiosincrasia distintas, lo que les ha permitido a los estudiosos concluir que a Colombia lo integran siete países distintos. Y necesaria, porque el centralismo es ineficiente, paquidérmico y ventajoso, además de que se presta para que los gobernantes y sus equipos ejecutivos manipulen la normatividad legal y los recursos fiscales a favor de intereses políticos, o del crimen organizado, desconociendo derechos colectivos para privilegiar adhesiones electorales, casi siempre en forma inequitativa y tramposa.
Es el caso de mandatarios seccionales o locales que, desde que asumen sus cargos, tienen los ojos puestos en posiciones o dignidades en el alto Gobierno, o la diplomacia, y trabajan en función de ese objetivo, descuidando los intereses y necesidades de las comunidades bajo su responsabilidad. En el entramado de tan perversas aspiraciones cumplen funciones determinadas por la corrupción, desde la burocracia capitalina, las castas políticas y la contratación, en forma tan ostensible que dejó de ser perversidad y adquirió estatus de talento y habilidad.
El tema de la república federal se ha ventilado desde la independencia, confrontando a los liberales que la proponían, el más relevante el general Santander, con los conservadores y la jerarquía católica, defensores del centralismo. A mediados del siglo XVIII el liberalismo radical dominante promulgó la Constitución de Rionegro (1863) que creó los estados soberanos, que sólo sirvieron para generar guerras civiles entre las regiones, políticamente divididas, como el Cauca liberal y Antioquia conservadora; y para que surgieran “héroes” militares, los “caudillos del desastre”, cuyos retratos adornan las casas de familias que ingenuamente se sienten orgullosas de tales personajes.
En materia administrativa, económica y social no pasó nada bueno, lo que les facilitó a Núñez y Caro, aliados del Primado católico, imponer la Constitución del 98, férreamente centralista. Varias reformas, las principales en los gobiernos de López Pumarejo (1934-1938) y Lleras Restrepo (1966-1970), y una nueva Carta Magna en 1991, han intentado darles autonomía a las regiones para manejar sus asuntos administrativos y económicos, con resultados muy tímidos. Entre otras cosas, porque la ineficiencia de los gobiernos seccionales, dominados por dirigentes mediocres; la falta de planeación y los carteles de la contratación, se convirtieron en generadores de malas inversiones y de “elefantes blancos”, cuando no en gestores de proyectos ilusorios, como un costoso estadio en una ciudad sin equipo de fútbol y sin afición; o una plaza de toros en un pueblo con menos vocación taurina que el Vaticano.
Lo descrito no es argumento válido para que se constriña la independencia de las regiones para adelantar las obras necesarias para su desarrollo, sin mendigar recursos que son un derecho. En esto, Antioquia ha dado ejemplo.