Nunca creí escuchar algo semejante. La simple idea produce dolor en el alma y rabia en el corazón. Maniacos y esquizofrénicos que odian al débil para favorecer al fuerte, detestan al niño para congraciarse con el viejo. Son criminales vestidos de bata blanca que merecen el mismo cadalso que reclaman para las pequeñas manos de quien recién ha contemplado la vida.
El aborto postparto es un concepto defendido con una bajeza moral en ensayos académicos como el publicado en el Journal of Medical Ethics por Alberto Giubilini y Francesca Minerva, y apoyado por figuras como Udo Schuklenk, que se presenta como un nuevo horizonte en la discusión sobre la autonomía reproductiva y los derechos humanos. Esta noción representa una abominación ética, una mancha indeleble en el tejido moral de una sociedad que, paradójicamente, se enorgullece de su humanidad avanzada. Aquí, en este escenario grotesco, la sociedad moderna, que defiende con fervor la vida de los criminales y les otorga segundas oportunidades para redimirse, condena sin piedad a los más inocentes a la guillotina del olvido por el único delito de nacer.
¿Qué clase de civilización ha engendrado tal monstruosidad ética? Aquí, donde la vida del infante debería ser sagrada, se la trata con una indiferencia escalofriante. Se argumenta con audacia que un feto y un recién nacido son moralmente equivalentes, como si la vida fuera una ecuación matemática y no un enigma divino. Este razonamiento, defendido por académicos de renombre, revela no solo una desconcertante falta de empatía, sino también una visión utilitaria y mercantilista de la existencia humana. La eugenesia moderna se cuela en el debate disfrazada de progreso y compasión.
Se permite el aborto postparto en función de la “calidad de vida” futura, como si la vida pudiera medirse en términos de utilidad. Este enfoque es un anatema, una blasfemia contra la sacralidad de la vida humana. Aquellos facinerosos defienden sus posturas bajo escuetas posiciones en defensa de la autonomía femenina. Si bien es cierto que la mujer debe tener el derecho inalienable de tomar decisiones sobre su propio cuerpo, este derecho no puede ejercerse a expensas de otra vida. La complejidad ética de dos vidas interconectadas no puede resolverse simplemente priorizando una sobre la otra. La autonomía, por muy valiosa que sea, no es un derecho absoluto cuando hay otra vida en juego, una vida que no ha tenido la oportunidad de expresar su voluntad, su deseo de vivir.
Hoy, una sociedad que se enorgullece de su humanidad, de su avance moral y tecnológico, debate si es ético o no terminar con la vida de un ser humano que acaba de entrar en el mundo. ¿Qué tipo de sociedad permite tal atrocidad? ¿Qué dice esto sobre nuestra humanidad colectiva? En un mundo donde los criminales de la peor calaña se les abraza con afecto ante su reincorporación a la sociedad y se les garantizan nuevas oportunidades, donde se les permite redimirse y reintegrarse sin mayor dificultad, ¿por qué negamos a los más vulnerables entre nosotros el derecho más básico de todos, el derecho a la vida?
El aborto postparto no es simplemente un tema de debate ético; es un reflejo de alma podrida de esta sociedad, un espejo que revela nuestras prioridades, nuestros valores, nuestra humanidad. Al permitir tal práctica, no solo estamos fallando a los más indefensos entre nosotros, sino que también estamos fallando como sociedad, como seres humanos. El “delito” de nacer no puede, y no debe, ser una sentencia de muerte. La sociedad no puede dejarse involucrar en un laberinto moral que lo invite, siquiera, a contemplar esta posibilidad ¿Es este el tipo de mundo en el que queremos vivir? ¿Es esta la herencia que queremos dejar para las futuras generaciones? La respuesta, si valoramos la sacralidad de la vida y la dignidad de la existencia humana, debe ser un rotundo no.