El advenimiento del Derecho Internacional de los Derechos Humanos es una de las evoluciones del derecho internacional más notables del Siglo XX. Desde la adopción de los instrumentos fundacionales (la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y la Declaración Universal de Derechos Humanos, ambas de 1948) esta área del derecho se ha desarrollado de múltiples maneras, con la aparición de subdisciplinas centradas en el análisis de problemáticas, temáticas o aspectos regionales de derechos humanos, con características, principios e identidad propia. Una de estas subdisciplinas contemporáneas del derecho internacional de los derechos humanos es la de los derechos humanos de los pueblos indígenas.
A pesar de que los miembros de los pueblos indígenas se encuentran cobijados por los derechos humanos en general, las particularidades culturales, políticas, de discriminación y explotación histórica, entre otras, han fundamentado la creación de categorías propias destinadas a la protección y garantía especial de los derechos humanos de los pueblos indígenas. Es por ello por lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ha reconocido desde 1972 “que, por razones históricas, principios morales y humanitarios, era un compromiso sagrado de los Estados proteger especialmente a los pueblos indígenas.”
Esta protección especial de los derechos de las comunidades étnicas se sustenta –entre otros motivos- en las formas particulares de organización social, cosmovisión propia y diferente a la sociedad occidental, así como en los valores y cultura particulares de dichos pueblos.
Las comunidades indígenas tienen una relación especial con el territorio más que con la tierra. En su concepción, la tierra no es un medio de producción exclusivamente ni un bien económico o mercancía de la que se puede ser titular y se puede transar. Su visión de la tierra es la de un espacio socio cultural y político que permite la supervivencia como comunidad y la conciben como el prerrequisito para el desarrollo y la vigencia de otros derechos y valores colectivos como la cultura.
Las comunidades indígenas no se perciben como un agregado de individuos que conforman una sociedad. Su cosmovisión les permite identificarse como pueblos con historia, valores e intereses comunes realizables mientras mantengan su vida colectiva. De todo esto derivan consecuencias importantes para su visión de propiedad de la tierra: es concebida como colectiva, propiedad de toda la comunidad donde todos tienen derechos sobre ella; sin embargo, la titularidad de ese derecho no está disponible ni puede hacerse transable como el concepto de propiedad del código civil que rige en las culturas occidentales. De igual forma, son comunidades unidas por una cultura y su propia forma de organización social, con sus autoridades, jerarquías y códigos de conducta establecidos, compartidos y predominantes dentro de su ordenamiento social. Es decir, son comunidades que reivindican su autonomía, el respeto a sus costumbres y autoridades establecidas y la preservación de sus tradiciones culturales.
Pero cada derecho encarna, per se, una obligación recíproca. Quienes acuden a vías de hecho para exigir un derecho desconocen la institucionalidad plena que ha fijado las pautas que se deben seguir para mantener una convivencia pacífica. Los derechos cuyo cumplimiento se demandan por vías fácticas, también tienen un sustento legal equiparable al de otras personas. Ostentan igual derecho quienes reclaman territorios para sus comunidades, como los que esgrimen títulos jurídicos sobre predios que fueron adquiridos con justo título y buena fe y con arreglo a las normas vigentes sobre la propiedad privada. En otras palabras, los procesos de titulación de territorios étnicos no pueden convertirse en una carta de corso para desconocer los derechos de quienes accedieron a la propiedad en debida forma y sin violentar o conculcar a terceros. Permitirlo sería abiertamente violatorio del artículo 58 de la Constitución Política y del artículo 21 de la Convención Americana de Derechos Humanos. La legalidad y el orden institucional no pueden resquebrajarse por intereses políticos. Permitirlo sería el inicio de la debacle.