Las recientes manifestaciones convocadas por el presidente Gustavo Petro este 18 de marzo de 2025 representan un acto de flagrante desconocimiento institucional que no puede pasar inadvertido.
La intención de utilizar movilizaciones callejeras para presionar al Congreso en la aprobación de sus reformas evidencia una peligrosa concepción del poder que amenaza los fundamentos mismos de nuestra democracia.
El Congreso de la República, pilar fundamental de nuestro sistema democrático, no es un obstáculo para superar sino la expresión legítima de la voluntad ciudadana.
Los legisladores que hoy ocupan sus curules fueron elegidos por millones de colombianos que depositaron en ellos su confianza.
Es imprescindible recordar que en las elecciones legislativas del 2022, los congresistas al Senado acumularon 16 millones 278 mil 961 votos, superando los 11 millones 291 mil 986 que obtuvo el presidente en segunda vuelta. Esta realidad aritmética confirma que el Legislativo representa con igual o mayor legitimidad a la población colombiana.
Resulta particularmente indignante que las marchas promovidas por el Ejecutivo se nutran de prácticas que desvirtúan el ejercicio democrático: contratistas presionados, pagos a manifestantes, financiación de transporte y manipulación de comunidades indígenas mediante promesas contractuales.
¿Es esta la democracia participativa que prometió el Gobierno? ¿Acaso la participación ciudadana se reduce ahora a movilizaciones artificiales pagadas con recursos públicos?
La separación de poderes, principio de nuestra República, fue diseñada precisamente para evitar la concentración del poder en una sola persona o institución.
El Congreso existe para deliberar, debatir y decidir con autonomía, no para someterse a las presiones callejeras orquestadas desde la Casa de Nariño.
Más preocupante aún es que quien pretende erigirse como autoridad moral para exigir aprobaciones expeditas es un Gobierno marcado por escándalos de corrupción que parecen multiplicarse día tras día.
El desfalco en los recursos destinados al agua en La Guajira, la rotación vergonzosa de ministros envueltos en irregularidades y las recientes revelaciones del exministro Luis Carlos Reyes sobre tráfico de influencias en la DIAN, coincidiendo con el escandaloso caso de contrabando de "papa pitufo", configuran un panorama desolador.
¿Con qué autoridad moral un Gobierno que mantiene como ministro del Interior a Armando Benedetti, denunciado por abuso intrafamiliar, pretende dar lecciones de integridad institucional? La incoherencia resulta abrumadora.
Mientras tanto, la situación de seguridad en regiones como el Catatumbo se deteriora a niveles alarmantes.
Territorios que habían alcanzado cierta estabilidad vuelven a sumirse en la violencia, mientras el Gobierno insiste obstinadamente en que todo es una simple "percepción".
Los colombianos que sufren estos flagelos no necesitan discursos incendiarios desde tarimas; requieren acciones concretas que materialicen la paz prometida en campaña.
La indignación que siento al presenciar este espectáculo de desconocimiento institucional solo es comparable con la preocupación por el futuro de nuestra democracia.
Un Gobierno que ha demostrado ser ineficiente en la gestión pública, permisivo con la corrupción y negligente en materia de seguridad, ahora pretende imponer sus reformas mediante presiones callejeras.
Colombia merece un gobierno que respete la institucionalidad, que reconozca los contrapesos democráticos y que trabaje por el bienestar de todos los ciudadanos, no uno que busque concentrar el poder a costa de nuestra frágil democracia.
El equilibrio de poderes no se negocia; se respeta como pilar fundamental de nuestra República.