Cuando el poder se usa como amenaza constante, la política exterior se convierte en una especie de patio de colegio donde el más fuerte intenta imponer su voluntad no con argumentos, sino con golpes.
Así ha actuado Donald Trump desde su cruzada arancelaria: repartiendo advertencias como quien reparte castigos, atacando a unos, perdonando a otros, improvisando sobre la marcha, convencido de que todos terminarán cediendo. Y aunque a veces funcionó el juego, empezó a tambalear cuando el matón se topó con quienes no bajan la cabeza.
Colombia, por ejemplo, fue víctima de esta lógica. Un tweet atolondrado del presidente en plena madrugada, como respuesta a la llegada de vuelos con deportados, bastó para que Trump respondiera con una amenaza: aranceles del 25% si no obedecíamos. Como buen bully, Trump entendió que podía apretar a los débiles para mostrar fuerza.
Pero cuando se trató de sus vecinos México y Canadá el tono cambió: primero amagos, luego recule, después renegociaciones. Y así, con la Unión Europea, Ucrania y otros tantos: promesas de castigo seguidas de pausas, confusión, cambios de opinión. Una política comercial sin brújula, diseñada no para construir acuerdos duraderos, sino para exhibir músculo en el corto plazo.
Pero el corazón de este asunto, el verdadero giro, llegó con China. A diferencia de los demás, el gigante asiático no se dejó amedrentar. Respondió con aranceles reciprocos, endureció su posición, movilizó aliados. Y ahí el matón, acostumbrado a la obediencia, empezó a tambalear. La estrategia del miedo se le vino encima: ya no eran los débiles los que cedían, sino los grandes los que se alineaban para resistir. Y el bully, solo, entendió que no podía contra todos.
Tuvo entonces que hacer lo que jamás había querido: detener la ofensiva global y enfocar su fuerza únicamente en China. Pero este tipo de guerras no se libran una sola vez. El comercio internacional es un juego repetido, de largo plazo, donde la confianza lo es todo.
Quien incumple tratados, amenaza a socios y actúa como si nunca fuera a pagar las consecuencias, destruye precisamente eso: la confianza. Y una vez rota, no hay amenaza que valga.
China ya dijo que solo el 15% de sus exportaciones van a Estados Unidos. Traducido: nosotros podemos vivir sin ustedes, ¿pueden ustedes vivir sin nosotros? Y los aliados tradicionales de Washington menospreciados, confundidos y decepcionados empezamos también a mirar a los lados, buscando otros con quien jugar.
¿Será que Trump sobreestimó su fuerza? ¿Que en su intento de reordenar el mundo a su antojo acabó revelando que ya no es tan fácil mandar sin consecuencias? No lo sabemos aún. Pero lo que sí está claro es que, en política global, hasta el matón termina solo si todos los demás se cansan del acoso.
