El pasado 28 de abril, sin aviso previo, gran parte de España y Portugal quedaron sumidos en una oscuridad total.
Semáforos inmóviles, trenes detenidos y ascensores parados comprobaron que basta un fallo en una línea de alta tensión para que ciudades enteras se paralicen. Aquella jornada histórica obligó a mirar de frente la fragilidad de una red eléctrica que damos por inquebrantable.
Yo volvía a Madrid tras una breve escala en otra ciudad y, aunque mi anécdota personal es secundaria, bastó para notar que sin luz cualquier trayecto se convierte en un desafío: estaciones a oscuras, máquinas que no responden y una imposibilidad para conseguir comida que hace que tengas hambre que se alarga hasta la noche.
Pero más allá del contratiempo particular, lo relevante es la reflexión colectiva que surge ante un apagón de esta envergadura.
Primero, constatamos nuestra absoluta dependencia de la electricidad.
En España, un país de primer nivel, un corte en un cable bastó para hundir el tráfico, interrumpir el comercio y dejar incomunicados a miles. Imaginemos un quirófano detenido, un hospital sin respaldo suficiente o farmacias sin refrigeración: la luz no es un lujo, sino la base de cada servicio esencial.
Si un gran sistema desarrollado tambalea, merece preguntarse qué ocurriría en territorios en los que las redes son menos sólidas.
En segundo lugar, aquel apagón expuso la rigidez de quienes vivimos confiados en la tecnología. Sin apps, sin tarjetas ni datos, no hubo sistema de reparto ni aplicación que funcionara.
España, con toda su modernidad, apenas supo reaccionar y sufrió paralizaciones masivas.
Contrastemos esto con la capacidad de adaptación de la sociedad colombiana: allí, ante un corte recurrente, muchos habrían improvisado rutas de venta callejera, interrumpido semáforos con linternas y pactado pagos en efectivo. Colombia sabe reinventar sus mercados y negocios en cualquier crisis, pues la escasez despierta creatividad y solidaridad antes que la resignación.
Finalmente, cabe preguntarse si estamos preparados para un mix energético verdaderamente resiliente. Europa presume de parques eólicos y solares, pero esas fuentes dependen de condiciones variables. Si un apagón como el del 28 de abril se prolongara varios días y la mayoría de los vehículos fueran eléctricos sin puntos de recarga suficientes, el caos sería mayor.
En ese escenario, la energía nuclear (tan cuestionada) ofrece generación ininterrumpida y sin emisiones. ¿No vale la pena considerar un equilibrio que combine renovables, almacenamiento masivo y reactores de nueva generación?
Este corte masivo en la península Ibérica no busca señalar culpables, sino invitar a una reflexión social profunda. Si un país desarrollado tropieza con un apagón histórico, en Colombia y Manizales urge preguntarse cómo responderíamos frente a un apagón nacional prolongado.
¿Contamos con protocolos de emergencia en hospitales, sistemas de transporte alternativo y esquemas de comunicación? Si incluso en un país con redes de primer nivel todo se paraliza, ¿qué nos espera en uno con más cuellos de botella?
Que este apagón no quede en anécdota si no que nos abra los ojos para estar discutiendo lo que realmente importa.