El atentado contra el senador Miguel Uribe, un joven político aguerrido, pulcro, preparado y con una genuina disposición de aportar a Colombia, ha sacudido la sensibilidad de la Nación.

Este acto de violencia ha desatado una ola de solidaridad y rechazo, mientras los colombianos, desde hace más de una semana, se han volcado a orar, informarse y manifestarse no solo en defensa del senador, sino también contra la violencia que persiste en nuestra política.

Lo más perturbador es que este atentado nos recuerda épocas aciagas, cuando los ataques y el miedo eran una constante, cuando la zozobra formaba parte del paisaje diario y cuando la vida se desarrollaba bajo la amenaza de la violencia.

Aquellos días de guerra interna dejaron cicatrices que aún hoy pesan sobre nuestra sociedad. Hoy, la amenaza persiste, reafirmando la dolorosa conexión entre violencia y política. En medio de este clima, tenemos un presidente que se abroga el derecho de interpretar, convocar y manejar las inquietudes del pueblo colombiano.

Se erige como el único vocero autorizado, pero cada vez se distancia más de las preocupaciones reales de los colombianos. Mientras él se proyecta como el portavoz de la “verdadera voluntad popular”, se hace evidente la desconexión entre su visión y la realidad del pueblo al que dice representar.

El pueblo colombiano no es el pueblo del odio, del rencor ni de la confrontación.

La visión del presidente, lejos de ser la realidad, es un producto de una ideología de división y polarización constante. Un pueblo que vive en pugna permanente, que se alimenta del resentimiento, no es el pueblo colombiano. El verdadero pueblo colombiano es pacífico, trabajador y lleno de esperanza.

Es un pueblo que tiene miedo de que sus hijos caigan en vicios, que cuida su hogar y su familia. Es una sociedad que, aún en medio de las dificultades, no pierde la esperanza y se ayuda mutuamente. Este pueblo no ve a los demás como enemigos ni se define por la confrontación constante.

Esta es una sociedad que ha sabido superar adversidades y que busca avanzar sin caer en la trampa del odio. Este verdadero pueblo fue el que salió el pasado domingo a llenar plazas y calles en un mensaje silencioso de solidaridad. No fue una marcha de crispación ni de violencia, sino una manifestación de unidad, de un pueblo que se niega a dejarse arrastrar por los intereses de una política incendiaria.

En ese pueblo hay un anhelo de tranquilidad, reconciliación y de construir un futuro en el que prevalezcan la serenidad y el entendimiento.

No pedimos venganza, sino el derecho a vivir en un país mejor, donde la violencia no sea la norma y donde la esperanza de un futuro promisorio se mantenga viva.

Esta es el alma del pueblo colombiano: la búsqueda de la paz, la unidad y el bienestar colectivo. La verdad es que nunca habíamos tenido un presidente tan distinto al pueblo colombiano.