En los campos, en las ciudades, en los barrios más apartados y en los centros industriales, hay una fuerza silenciosa que, sin pedir protagonismo, sostiene buena parte del progreso y la estabilidad del país: los empresarios.
Desde el pequeño tendero de barrio hasta el industrial que exporta al mundo, el empresariado colombiano ha sido una columna vertebral del desarrollo económico, la movilidad social y la transformación de territorios enteros.
Su papel no es menor. No se trata simplemente de cifras o balances. Se trata de vidas que se transforman, de empleos que se crean, de familias que acceden a oportunidades, de comunidades que salen adelante gracias al esfuerzo de quienes arriesgan, innovan y perseveran.
En medio de entornos marcados por la inseguridad, la violencia, la extorsión o la inestabilidad política, han sido los empresarios quienes han tenido el coraje de persistir, de creer, de construir donde muchos otros han optado por huir.
Han enfrentado la carga de la corrupción, el yugo de la burocracia, la amenaza del secuestro, las cadenas de la informalidad, y pese a todo, han mantenido en pie sectores completos de la economía.
Lo han hecho con disciplina, con visión, con el esfuerzo diario de quienes entienden que generar riqueza no es un acto egoísta, sino una tarea profundamente social.
Cada empleo creado es una vida dignificada. Cada impuesto pagado es inversión en salud, educación, infraestructura. Cada empresa que nace y prospera lleva consigo el germen de una comunidad que florece.
Sin embargo, en lugar de encontrar reconocimiento, en muchos casos reciben sospecha. En lugar de aliento, reciben desdén. Se les señala como si su éxito fuera una mancha, como si su prosperidad fuera incompatible con la justicia. Nada más injusto.
Es, de hecho, inaudito que quienes nunca han generado un empleo, que jamás han pagado una nómina ni contribuido con un peso al sistema tributario se sientan con la autoridad moral de desprestigiar a quienes día tras día luchan por esa Colombia que, sin ellos, tendría muchos más problemas de los que hoy enfrentamos.
El empresario que madruga, que paga su nómina, que invierte en medio de la incertidumbre, que no evade responsabilidades sino que las asume con coraje, merece un país que lo respete, que lo impulse, que lo valore.
No hay progreso posible sin libertad económica. No hay justicia duradera sin generación de riqueza. No hay equidad real si se castiga a quienes producen, a quienes emprenden, a quienes deciden no ser espectadores sino protagonistas de la transformación.
Colombia necesita empresarios valientes, sí, pero también necesita un Estado que no los vea como adversarios, sino como aliados. Un Gobierno que no los calumnie, sino que los escuche. Porque sin empresarios no hay país posible. Sin su espíritu, sin su lucha, sin su compromiso, no hay progreso. Cuando un empresario avanza, avanza también la sociedad entera.