Cada fin de año ocurre algo que ninguna narrativa oficial logra borrar. En las calles, en las casas, en las plazas y en los pueblos los colombianos vuelven a encontrarse consigo mismos.
La Navidad y el Año Nuevo no son solo fechas del calendario, son una confirmación silenciosa de los valores que sostienen a la sociedad cuando todo parece querer fracturarla. La fe, la familia, el sentido de comunidad, el respeto por lo heredado y la gratitud con quienes nos antecedieron reaparecen con una fuerza que desmiente muchos discursos de poder.
En Caldas esto se vive con especial claridad. En Manizales, en los municipios del norte, del oriente y del occidente del departamento diciembre sigue siendo tiempo de encuentro. Las familias regresan, las mesas se amplían, los vecinos se saludan, las velas se encienden y la palabra vuelve a circular sin rabia.
Aquí la Navidad no es una consigna ni un acto simbólico impuesto. Es una tradición viva que se transmite sin necesidad de decretos ni pedagogías ideológicas. Esa escena cotidiana contrasta de manera evidente con el discurso que desde el poder se insiste en promover.
Un discurso que divide a los colombianos entre buenos y malos, entre supuestos opresores y oprimidos, entre quienes “merecen” y quienes “deben pagar”. Un relato que reduce la complejidad de la sociedad a una lucha permanente, a una confrontación de clases que termina sembrando desconfianza, resentimiento y fractura.
La Navidad demuestra lo contrario. Muestra que Colombia no se organiza alrededor del odio, sino del cuidado mutuo. Que las familias no se definen por consignas, sino por afectos. Que la comunidad no se construye señalando enemigos, sino reconociendo al otro como parte de un mismo tejido.
En Caldas, como en gran parte del país, la fe sigue siendo un punto de encuentro, no de imposición. Una fe que enseña límites, gratitud, responsabilidad y respeto por la dignidad humana. El Año Nuevo, por su parte, refuerza ese mensaje. No se celebra desde la revancha ni desde la destrucción del pasado, sino desde la esperanza.
Los colombianos no brindan para que a otros les vaya mal. Brindan para que sus hijos tengan oportunidades, para que el trabajo rinda, para que la violencia retroceda, para que la vida cotidiana sea más tranquila y más digna. Eso también es una declaración política, aunque no se formule en discursos ni en plazas públicas.
Nuestros ancestros entendieron algo que hoy algunos quieren desconocer. Las sociedades no se sostienen en la confrontación permanente, sino en acuerdos básicos sobre lo que vale la pena cuidar. La familia, el trabajo, la palabra empeñada, la fe, el respeto por el otro y el arraigo al territorio han sido pilares silenciosos del progreso regional y nacional.
Caldas es prueba de ello. Su historia está marcada por la cooperación, por la cultura del esfuerzo y por una ética comunitaria que no necesita enemigos para afirmarse. Por eso estas fiestas tienen un valor que va más allá de lo simbólico. Son una respuesta cívica, profunda y serena a quienes insisten en dividir. Colombia no es el país del odio que algunos imaginan o desean. Colombia es el país que, incluso en medio de la dificultad, se sigue reuniendo alrededor de una mesa, una vela o un abrazo. Y mientras eso siga ocurriendo, habrá esperanza.