La expansión de derechos sociales y laborales es, ante todo, un acto de solidaridad. Pero cada derecho tiene un costo.

Stephen Holmes y Cass Sunstein lo advierten en The Cost of Rights: Why Liberty Depends on Taxes: “Los derechos no existen sin recursos que los financien: todo derecho tiene un costo y debe ser financiado por alguien”.

No son abstracciones, sino compromisos materiales. Suponer que el Estado, las empresas o “los ricos” pueden asumir cualquier demanda sin consecuencias lleva, tarde o temprano, a inflación, desempleo o cierres empresariales.

Colombia, en medio de reformas sociales impulsadas por consultas populares, enfrenta este dilema con claridad. Garantizar seguridad social a informales, imponer contratos indefinidos como regla o entregar bonos pensionales a poblaciones vulnerables son metas legítimas.

Pero sin una economía dinámica que las respalde corren el riesgo de volverse promesas vacías. Si las empresas no pueden absorber mayores costos -por baja productividad, regulaciones rígidas o falta de incentivos-, los trasladan: precios más altos o despidos.

Creer que la redistribución basta o que los recursos son inagotables es una ilusión que la historia económica ya ha desmontado. Y el problema se agrava cuando esos nuevos costos recaen sobre un aparato productivo ya golpeado: infraestructura ineficiente, inseguridad jurídica, pagos estatales atrasados e inseguridad que disuade inversiones.

En este contexto, imponer más cargas -como subsidios, recargos o contrataciones obligatorias- no solo es insostenible: empuja a las empresas a reducir operaciones, automatizar o cerrar.

Durante el siglo XX, muchos países impusieron derechos sin considerar su financiamiento real. Nacionalizaron industrias, decretaron salarios y multiplicaron subsidios sin base productiva. El resultado fue predecible: caída del PIB, escasez y migraciones masivas.

La riqueza no se decreta; se crea con inversión, innovación y libertad económica. Incluso las constituciones más progresistas se vuelven letra muerta sin mercados dinámicos y propiedad privada. El riesgo hoy es legislar justicia social sin mirar la contabilidad. Obligar a las empresas a asumir nuevas cargas -como pagos extraordinarios o contratos inflexibles- puede sonar justo, pero si la economía no crea empleos o las pymes no tienen margen, el resultado será menos puestos, no más protección.

Como insisten los economistas de mercado: las regulaciones mal calibradas, aunque bien intencionadas, suelen perjudicar a quienes buscan ayudar. Los precios no son caprichosos: son señales.

Intervenirlos con controles, impuestos o mandatos distorsiona la asignación de recursos. Exigir contratos indefinidos o fijar jornadas rígidas sin adaptarse al sector encarece la producción y frena la contratación, especialmente juvenil.

La política pública debe partir de una pregunta clave, ¿cómo se financiará cada nuevo derecho? Colombia no escapa a esta tensión. Formalizar por decreto a trabajadores independientes o ampliar licencias médicas implica aumentar los costos laborales. En un país con baja productividad y alta evasión fiscal, esto puede profundizar la informalidad o subir el costo de vida.

La alternativa no es negar derechos, sino vincularlos a una estrategia de crecimiento: menos trabas, más inversión, más competencia, porque, como advirtieron Holmes y Sunstein, sin prosperidad no hay derechos. Y si nadie puede pagar la fiesta, simplemente no hay fiesta.