Estimado lector: le advierto que lo siguiente es un cuento, aunque podría ser una crónica.

Un hombre de manos callosas al sol se escurre el sudor. La gorra que alguna vez fue azul le protege los ojos. Arranca de las ramas granos de café que lanza en un balde viejo y resquebrajado. Del hombro izquierdo le cuelga un radio que emite canciones mal sintonizadas.

Las uñas largas, la tierra se apodera de las comisuras, de los bordes de la piel. Toda su vida depende de un grano.

Pasa las manos por los cafetos, acaricia las hojas y los tallos, camina por los tramos que han formado otros recolectores. Hace un año el hombre no habría imaginado que estaría así, resistiendo el sol, lejos de su casa, con dolor en la espalda y las manos callosas.

Apenas con un morral salió de Venezuela, lugar donde nació, para buscar rumbos nuevos y enviarles a sus hijos y a su madre algo con qué menguar el hambre.

Fueron meses de viaje hasta el Eje Cafetero.

Los pulgares con los que desprende los granos maduros de café le sirvieron antes para pedir transporte. Cruzó ríos, matorrales y montes con el único recuerdo de sus hijos como foto en la billetera y con monedas que le regalaban de vez en cuando.

Durmió debajo de camiones, ayudó a dar a luz a una compatriota en el baño de una cafetería, se escondió de los bandidos que vacunaban a migrantes, engañó a los policías que lo intentaron deportar. Anduvo cientos de kilómetros en cinco meses y nunca se cambió de zapatos.

Cada mañana el espejo lo engaña mostrándole la cara de un hombre de cincuenta que en realidad tiene treintaidós. Cuando llegó no creyó que sería un problema dormir en un cuarto tan angosto que solo con pararse puede tocar el techo; en cambio le incomodan los murciélagos que a veces le parece revolotean hasta en sus sueños.

A un lado del cafetal, usando el agua de una bocatoma que baja desde los guaduales, se lava la cara, se afeita con una cuchilla oxidada, se lanza sobre sí mismo la claridad en una coca plástica, y alista de nuevo las manos callosas para otro día de trabajo.

Mientras termina de llenar la cantidad de café con la que le debe responder al patrón, piensa en qué haría si volviera a su casa, cuánto habrán crecido sus hijos, si era verdad que su madre se había mejorado del problema en los riñones, si por fin y definitivamente caería el dictador. Cada semana se comunica con ellos y por esos minutos vuelve a ser feliz.

Al caer la tarde, las mismas manos callosas llevarán el café al beneficiadero. Días después lo seleccionarán, lo pelarán y lo dejarán secando al sol en un tapete de pergamino.

Pronto ese café se venderá para ser tostado, molido y exportado. Más tarde, en cuestión de semanas, el mismo café que recolectó el hombre de Venezuela -venido por trochas, carreteras y ríos-, se expondrá limpio y exquisito en un supermercado de Alemania.

Por lo menos el café pudo viajar miles de kilómetros sin necesidad de zapatos.