Por estos días me asalta una pregunta trascendental: ¿por qué el bigote pasó de ser símbolo de poder varonil a indicio de masculinidad deconstruida y signo de empoderamiento femenino?
Pienso en el nuevo galán de Hollywood, Pedro Pascal. Pienso en la línea casi invisible que a veces se deja Timothée Chalamet o hasta en Justin Bieber y su babita de imberbe despreocupado.
Antes uno como el de Chalamet se decía que era de mariachi o a lo Cantinflas; hoy es sexy. Quizá lo sea porque hasta ser el bigotico de Chalamet tiene sus ventajas.
Las nuevas generaciones solemos olvidar que el mal gusto tampoco es un invento de nosotros: bozo piramidal, mostacho a lápiz; Proust se reiría de nuestro complejo de Adán. Esta reivindicación del bigote “bozo e’ lulo” podría decir que nos vemos bien como queramos. Pero la verdad es cruel: a algunos con cara de “baby face” no nos crece la barba de forma prolija.
La pregunta me hace indagar por la relación de los bigotes y las personalidades: el hitleriano debería pertenecer a alguien cortante y fanático, el de Dalí sería de personas maniáticas y egocéntricas, el garciamarquiano de gente disciplinada, metódica y mamagallista.
También he pensado en las contradicciones del bigote: ¿cómo hace un paisa con la voz tan aguda como el cantante Camilo para tener semejante bigote francés? ¿Él es “el nuevo bigote que canta”? (Los lectores entrados en años recordarán al cantante Bienvenido Granda).
Esgrimiría una justificación científica para hablar del bigote: ¿cuántas bacterias y virus se contagian por medio del beso de una boca con peluca? Tengo, no obstante, una justificación más burocrática: ¿llevará bigote el próximo Juan Valdez?
Si la Federación Nacional de Cafeteros quisiera promover la inclusión de los nuevos tiempos, ¿sería muy loco pensar en la imagen de una mujer Juan Valdez con bigote, para seguir la moda europea del mostacho femenino? Digamos que se aludiría a la belleza natural de la mujer rural.
En el Vaticano se demoraron días en elegir al nuevo papa; es hora de que el cónclave cafetero (antes hombres de corbata y bigote) decida quién será el obispo del café. Desde 1959 solo ha habido tres. El primero, José F. Duval, un actor y cantante nacido en Cuba, murió con alcoholismo; los demás han sido antioqueños y de nombre Carlos, uno Sánchez y el otro Castañeda, uno actor y el otro cafetero. Los tres con bigote, claro.
¿Veremos a un deconstruido Carlos III con “baby face” sonriendo mientras camina, de bigote pueril, por las calles de Times Square, al lado de su linda “Muelita” para no ofender a los argentinos? (La mula de Juan Valdez se llamaba “Conchita”; sabemos el significado de “concha” para los gauchos). ¿O serán innovadores y tendremos como imagen a une Juane Valdez no binarie? Lo más probable es que nos encontremos con un sucesor al trono del San Pedro cafetero como el papa que le sucedió a Francisco: un poco diferente aquí, algo diferente allá, pero esencialmente el mismo bigote.
Sea como sea, la resurrección del bigote nos habla de que la moda da vueltas y vueltas en sí misma. Como la iglesia y acaso la Federación de Cafeteros -piramidales, a veces con ligeros toques a la izquierda o a la derecha-, los bigotes tienen la impronta del Gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.